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¿Podemos realmente prescindir de los libros?

Aquello que leemos o no leemos nos define, a pesar de que finjamos ignorarlo. No solo somos lo que leemos, también somos cómo leemos.
¿Podemos realmente prescindir de los libros?

Aquello que leemos o no leemos nos define, a pesar de que finjamos ignorarlo. No solo somos lo que leemos, también somos cómo leemos. La verdadera lectura, la que verdaderamente vale la pena, está en vías de extinción.

Por Miguel Sanmartín Fenollera

***

«¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?» T. S. Eliot. Los Coros de la Roca (1934)

Una de las paradojas de nuestro tiempo es que que cada vez conocemos más datos –tenemos más información–, pero pero a cada paso que damos comprendemos menos –atesoramos menos sabiduría–. Esta paradoja no es más que el resultado de las limitaciones de nuestra capacidad de conocer. Nuestro avance en la comprensión del mundo, y mucho más de su sentido, está paradójicamente en retroceso pues, como dijo Eliot, la sabiduría va diluyéndose en el conocimiento y ese conocimiento en pura información.

El descubrimiento progresivo de la complejidad del universo nos desborda con una inmensidad de datos y hechos que anula nuestra capacidad de comprensión y excede y rebosa nuestra inteligencia. Tanto hay que asimilar, tanto hay que ordenar y catalogar, tanto hay que explorar, que no es accesible a un solo hombre.

Pareja a esta explosión de conocimiento discurre una novedosa censura epistemológica. Hoy la única fuente de saber que se reconoce como válida es la ciencia experimental, habiéndose abandonado las demás formas de percepción de la realidad, entre ellas la forma poética y mítica. Con esta amputación gnóstica (en el sentido original del término griego de gnosis como conocimiento), el hombre ha perdido elementos imprescindibles para intentar responder a las preguntas más importantes. 

Jamás tantos han tenido acceso a tan gran cantidad de conocimiento y han utilizado menos su intelecto.

Y entre tanto, no dejamos de escuchar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, donde la mayor información jamás conocida se ofrece al mayor número de hombres que hayan visto los tiempos. Internet da acceso a una acumulación de datos de tal magnitud que ni una vida ni muchas da para conocerlos. Pero esto, en lugar de traer consigo el florecimiento de una cantidad de sabios como nunca se hayan visto, nos ha dado el mayor número de desinformados de la historia de la humanidad. Nunca tantos han poseído más información y se han revelado tan ignorantes. Jamás tantos han tenido acceso a tan gran cantidad de conocimiento y han utilizado menos su intelecto.

El fenómeno característico de esta época es la deambulación intelectual, la búsqueda incesante de la nada, el tráfico obsesivo de datos y la inane persecución de lo intrascendente. Entrar en esa biblioteca de Alejandría que es la Red es perderse en la insustancialidad. A decir de Eliot, «todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia». El reposo y la meditación, el tiempo que antaño se dedicaba a digerir lo aprendido, ha desaparecido bajo la avalancha de datos y más datos que Internet nos ofrece y a los que nos conduce con tiránica suavidad. Pero, sin reflexión, sin una cavilación sobre los hechos, datos o ideas percibidos, no hay saber, no hay comprensión, no hay sabiduría. En último término, lo que hay es la nada disfrazada del todo y el vacío del pensamiento. La multiplicidad y urgencia con que vamos sucesivamente depositando nuestra atención en los miles de llamativas atracciones con que nos seduce la Red, es inquietante cuando uno repara en ello.

Póster Una niña leyendo, Maren Sofie Olsen

Además, esta forma de usar nuestro intelecto, esta manera de proceder de picaflor a la que acostumbramos nuestra inteligencia, tiene sus consecuencias, como todo entrenamiento. Porque nuestra mente se fragmenta, y no solo perdemos capacidad de concentración, sino también competencia para elaborar un discurso coherente. Hay una segmentación invisible entre nuestras ideas y conocimientos, que vagan en compartimentos estancos alejadas unas de los otros, sin posibilidad de relación para construir un raciocinio congruente y lógico. En palabras del filósofo francés Jean Baudrillard, el pensamiento se vacía, queda en «una situación de suspensión indefinida».

Sin embargo, los libros son todavía un refugio que puede funcionar a modo de antídoto frente a este veneno moderno. Aunque, ciertamente, no creo que pueda decirse que la gente no lea hoy. De hecho, lee todo el tiempo, desde los titulares de las últimas noticias, hasta los anuncios luminosos plantados en plena calle, pasando por los correos electrónicos, tweets, whatssappes y mensajes de texto que dominan y acaparan nuestras horas de vigilia. Pero no me refiero a este tipo de lectura fugaz, superficial e irreflexiva.

En un reciente estudio realizado por el University College de Londres, se dice con la crudeza que destilan los datos:

«Está claro que los usuarios no están leyendo en línea en el sentido tradicional; de hecho, hay signos de que están surgiendo nuevas formas de “lectura” a medida que los usuarios “navegan horizontalmente” a través de títulos, páginas de contenido y resúmenes que buscan rápidas gratificaciones. Casi parece que se conectan a la Red para evitar la lectura en el sentido tradicional».

El mismo artículo que están ahora leyendo, al igual que la mayoría de los que circulan por Internet, es víctima de esta nueva forma de lectura. Atrapado en la necesidad de captar la escasa atención que nos queda, el escritor de hoy pule sus escritos bajo la égida de una economía exagerada, a fin de dejarlos reducidos a la mínima expresión, pues teme, no solo el arrinconamiento y la postergación de su lectura, sino también el abandono prematuro de la misma.

Ya en 1978, en un anticipatorio artículo titulado El futuro de la lectura de libros, el crítico Jacques Barzun, tomando del brazo a su admirado Charles Lamb, nos advertía de lo siguiente:

«Le doy importancia al hecho de que haya una mente detrás de un libro. Nos ayuda a marcar una diferencia entre varios actos físicos que se parecen superficialmente pero que son esencialmente distintos. Cuando uno coge la guía telefónica para buscar un número, en un sentido está leyendo y en otro no está haciendo nada parecido. En general, la lectura para obtener información, por muy indispensable que sea, no es una lectura en el sentido final. Puede tener importancia para el momento, como cuando necesitas ese número de teléfono. Pero hace poco por tu alma: no remodela tu mente ni reeduca tus emociones. No proporciona placeres sostenidos, ni simple entretenimiento, ni alegría trágica, ni alegría serena, ni sabiduría, todo lo cual puede hacer un buen libro.

Estas son algunas de las razones que Charles Lamb tenía en mente cuando escribía contra los libros que no eran libros, libros que eran como lobos con piel de cordero. Se refería a todos los libros de referencia, a todo lo que se escribe únicamente para informar: guías, compendios, informes factuales y estadísticos, tratados y polémicas de todo tipo, una clase muy grande de obras en cualquier momento. Tenía la convicción de que estos libros tienden a eclipsar a los verdaderos, a sacarlos de la circulación, a enterrarlos vivos, y cuando encontraba un libro verdadero, lo besaba».

Lo que prolifera en la Red son las listas (Los 10 mejores…), los sucesos y las instrucciones (Aprenda a… en pocos pasos), y lo que se vuelve rareza son los escritos con enjundia, esos que hacen pensar.

Este contenido todavía puede encontrarse en los libros, y a lo que quiero referirme hoy es al efecto que podría producir en nosotros, a modo de un bálsamo, de un elixir o de un remedio. Hablo de lo que se conoce por lectura profunda y atenta de un buen libro, desconectada del trajín diario y del tiovivo de lo digital; centrada, seria y meditabunda. Es este tipo de lectura –realmente, el único valioso– el que está en vías de extinción y, paradójicamente, es causa de la dolencia al tiempo que antídoto para la misma.

La lectura de los verdaderos libros puede ofrecernos muchas cosas. No solo la oportunidad de explorar la mente de otros hombres –como decía Lamb– o remodelar nuestro pensamiento y reeducar nuestras emociones, proporcionándonos «placeres sostenidos», «simple entretenimiento», «alegría trágica y serena» y «sabiduría», como señalaba Barzun. También puede brindarnos la ocasión de entrenar nuestra capacidad de concentración, de seguimiento de razonamientos más o menos complejos, de reflexión, análisis y crítica. De igual forma, puede recordarnos lo que es una historia, la coherencia de un relato, con su planteamiento, nudo y desenlace. Pero, sobre todo, los libros pueden regalarnos tiempo, el que se emplea en leerlos, el justo y necesario para poder realizar todas estas funciones de la inteligencia a las que me he referido, para asimilar lo transmitido, rescatando nuestro pensar de esa situación de «suspensión indefinida», de que hablaba Baudrillard.

Porque, el libro, debido a su naturaleza, proscribe todas esas urgencias, distracciones y fragmentaciones que la maravillosa Internet trae consigo, y puede conducirnos a una vida intelectual rica y profunda, y más humana. Aunque, quizá no haya que llegar a los extremos de Charles Lamb, que en el famoso ensayo mentado por Barzun (Pensamientos sueltos sobre los libros y la lectura, 1822) declaraba sin rubor:

«A riesgo de perder algo de crédito ante su inteligencia, debo confesar que dedico una parte no desdeñable de mi tiempo a los pensamientos de otras personas. Fantaseo sobre mi vida en especulaciones ajenas. Me gusta perderme en las mentes de otros hombres. Cuando no estoy caminando, estoy leyendo; no puedo sentarme y pensar. Los libros piensan por mí».

Y este estilo de lectura promovido por la Red, que busca la eficiencia y la inmediatez y proscribe la reflexión y la profundidad de pensamiento, nos debilita como personas.

Así y todo, y aun cuando los libros no han de pensar por nosotros, tampoco podemos permitirnos el lujo de no pensar en absoluto. Porque aquello que leemos o no leemos nos define, a pesar de que finjamos ignorarlo. No solo somos lo que leemos, también somos cómo leemos. Y este estilo de lectura promovido por la Red, que busca la eficiencia y la inmediatez y proscribe la reflexión y la profundidad de pensamiento, nos debilita como personas. Por esta razón, los libros impresos y la lectura tradicional, profunda y concentrada que traen consigo, son hoy más necesarios que nunca. No, no podemos prescindir de los libros. Son «medicina para el alma», como rezaba el frontispicio de la biblioteca de Tebas.

Pero, no nos engañemos. Esta no es una tarea fácil. Cualquier rescate es un lance duro, arriesgado y difícil, en el que hay que poner empeño, voluntad y esperanza, y con la lectura de libros lo que procede es un rescate en toda regla. Alguien la ha secuestrado y hay que salvarla. ¿El culpable?, ya lo hemos señalado en los anteriores párrafos: somos nosotros mismos, y por ello es en nosotros mismos en donde habremos de buscar la solución, a pesar de tener a todas las fuerzas imperantes de la cultura en nuestra contra.

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