La canonización de los hermanos Marto, decreta a Jacinta como la santa no mártir más joven de la historia de la Iglesia católica; sin embargo, no fue canonizada en virtud de las apariciones de Nuestra Señora, sino por lo que vivió y cómo lo vivió después de esos acontecimientos. Su vida, marcada por la penitencia y la mortificación hacen de esta pequeña santa una de las maestras de espiritualidad más auténticas de nuestro tiempo.
Por Carifilii.es
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Todos conocemos la historia de las apariciones de la Virgen de Fátima, en 1917, a los tres niños Lucía (1907-2005), Francisco (1908-1919) y Jacinta (1910-1920), pero pocos saben qué sucedió en la vida de la pequeña Jacinta en los meses siguientes.
La canonización de los dos hermanos Marto (13 de mayo de 2017) decreta a Jacinta como la santa no mártir más joven de la Iglesia católica; sin embargo, no fue canonizada en virtud de las apariciones (no todos los videntes se convierten «automáticamente» en santos), sino por lo que vivió y cómo lo vivió después, lo que hace de esta pequeña santa una de las maestras de espiritualidad más auténticas de nuestro tiempo.
El don de sí misma
Jacinta, de hecho, fue totalmente atrapada, transformada y moldeada por el mensaje que había oído de la Virgen María. En la primera aparición (13 de mayo de 1917), la Virgen les hizo una pregunta directa, fuerte, inesperada a los tres: «¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera enviaros, en acto de reparación por los pecados con los que se le ofenden, y de petición para que los pecadores se conviertan?». Lucía respondió en nombre de todos: «Sí, lo queremos».
A partir de ese momento comenzó una nueva vida para los tres pastorcillos. Habían recibido una misión, a la que se dedicaron de inmediato sin pensárselo dos veces, sin plantear más preguntas; comprendieron que podían hacer algo para ayudar a los pecadores a dejar de pecar. Su acción se hizo más decidida y convencida tras la visión del infierno del 13 de julio, que les dejó muy turbados… El golpe final llegó el mes después (19 de agosto), cuando oyeron de los labios de la Virgen estas palabras: «Muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y rece por ellas». Por lo tanto, si esto es verdad, la responsabilidad de la perdición de las almas cae también sobre los hombros de quienes no hacen nada para colaborar en su salvación eterna.
Los tres se dedicaron, aún más, a rezar y hacer penitencia, porque sabían, con certeza, que cada uno de sus sacrificios «frenaría» la caída de una persona en el abismo. Inventaron todo tipo de acciones: daban de comer a las ovejas y se quedaban sin comer; se ponían alrededor de la cintura una cuerda áspera; soportaban con alegría a todas las personas molestas y curiosas; rezaban Rosario tras Rosario; aprovechaban cualquier ocasión, sin excepción, para ofrecer algún sacrificio al Señor.
«Jacinta parecía preocupada por el único pensamiento de convertir a los pecadores y salvar a las almas del infierno. Francisco, en cambio, parecía pensar sólo en consolar a Jesús y la Virgen, a los que había visto muy tristes».
Por la salvación de las almas
Jacinta, en especial, se tomó muy en serio esta misión. Escribe Lucía en sus memorias: «Jacinta parecía preocupada por el único pensamiento de convertir a los pecadores y salvar a las almas del infierno. Francisco, en cambio, parecía pensar sólo en consolar a Jesús y la Virgen, a los que había visto muy tristes». De los dos hermanos, la niña es la que tiene un carácter y un temperamento más decidido: es consciente de que su acción puede cerrar la puerta del infierno a algunas almas, en un combate espiritual contra las fuerzas del maligno. Basta ver una imagen suya de la época de las apariciones: seria, sombría, te mira a los ojos directamente como si fuera una nueva Juana de Arco. Los sentimientos de su hermano Francisco son más delicados: él se sacrifica y reza para «consolar a Jesús», al que ha visto triste y al que quiere dar alegría.
Tras la muerte de Francisco, Jacinta enfermó de gravedad (pleuritis purulenta con fístula), la operaron y le sacaron dos costillas, dejándole una herida enorme que nunca cicatrizó del todo; sufrió muchísimo pero ella siempre vio en esta gran prueba la respuesta del Cielo: tenía algo que ofrecer para la doble misión de la reparación de los pecados y la conversión de los pecadores. Una noche, la niña, mientras rezaba, se dirigió al Señor con estas palabras: «Ahora puedes convertir a muchos pecadores porque sufro mucho».
No era una invocación vaga, sino una certeza: dado que había sufrido mucho, Jesús podía convertir a muchos pecadores. ¿Ingenuidad infantil? En absoluto. En la doctrina de la Iglesia nuestra participación en la Pasión del Señor por la salvación de las almas está totalmente prevista. De hecho, el Cuerpo participa en los mismos fines de la Cabeza, como expresa claramente el apóstol Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24).
El poder de la obediencia
No todos saben que después de las apariciones «oficiales», Jacinta tuvo otras apariciones de la Virgen María, tanto en Fátima como en Lisboa, donde murió en total soledad, sin haber recibido la Santa Comunión, que había solicitado, el 20 de febrero de 1920.
Le debemos a la diligencia de la madre Godinho (la superiora del orfanato de Lisboa, donde la niña vivió algunas semanas) que se hayan conservado las frases que Jacinta recibió de la Virgen en los últimos meses de vida, que constituyen un verdadero «magisterio» de la pequeña santa: habla de la devoción al Corazón Inmaculado de María, del peligro de los pecados, pero también del deber de los gobiernos, de cómo deben vivir los sacerdotes y de otras cosas… una verdadera obra maestra doctrinal de sorprendente actualidad.
«Muy pocos saben lo que le sucedió a la pequeña Jacinta Marto tras las apariciones de Fátima. Sin embargo, el camino para salir de la crisis actual de la humanidad se encuentra enteramente ahí, en esos pocos meses de vida»: así presenta la editorial el libro Giacinta, de Serafino Tognetti.
La nota más importante de esta vertiginosa madurez espiritual, que transformó a una simple semi-analfabeta de nueve años en una santa de los tiempos modernos, fue su absoluta y ciega obediencia a las palabras de la Virgen. ¿Que la Virgen había dicho que con la oración y los sacrificios se salvan las almas de los pecadores? Ella se puso a rezar y a hacer sacrificios, y sólo eso, aun manteniendo las ocupaciones normales de cada día. No se hizo monja, nunca quiso nada especial, sólo hacer lo que la Virgen le había pedido. Y obedeciendo así, en dos años se santificó. Esto es lo que obra en una persona la fuerza de la obediencia a la voz de la Virgen.
Lucia contó que Jacinta vivía apasionada por el ideal de convertir pecadores, a fin de arrebatarlos del suplicio del infierno, cuya pavorosa visión tanto le impresionó.
La visión del infierno
El viernes 13 de julio de 1917 tuvo lugar la tercera aparición de la Virgen a los tres niños. Además de los videntes, había acudido una multitud de personas. Al punto del mediodía, después de un relámpago deslumbrador y dentro de una aureola de intensa luz, la Señora del Cielo se presentó a los tres pastorcitos.
En el transcurso de esta aparición tuvo lugar una visión del infierno. Años más tarde, Lucia así la describió: Nuestra Señora separó de nuevo las manos, como en las veces precedentes. El haz de luz proyectado pareció penetrar en la tierra y nos vimos como dentro de un gran mar de fuego. Dentro de este mar estaban sumergidos, negros y ardientes, los demonios y las almas en forma humana, semejantes a brasas transparentes. Sostenidas en el aire por las llamas, caían por todas partes igual que las chispas en los grandes incendios, entre grandes gritos y aullidos de dolor y de desesperación que hacían temblar de espanto. Fue seguramente durante esa visión cuando yo lancé la exclamación de horror que se asegura fue oída. Esta visión duró sólo un instante y tuvimos que agradecer a nuestra cariñosa Madre del Cielo que nos hubiese anticipado que nos conducía al Paraíso; de otra suerte, creo que hubiésemos muerto de terror y miedo. Entonces, como para pedir socorro, levantamos los ojos hacia la Santísima Virgen, que nos dijo con ternura y tristeza: «Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra (se refería a la Primera Guerra Mundial, en la que participaba Portugal) terminará, pero si no dejan de ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzará otra peor».
También contó Lucia que Jacinta vivía apasionada por el ideal de convertir pecadores, a fin de arrebatarlos del suplicio del infierno, cuya pavorosa visión tanto le impresionó. Alguna vez me preguntaba: «¿Por qué es que Nuestra Señora no muestra el infierno a los pecadores? Si lo viesen, ya no pecarían, para no ir allá. Has de decir a aquella Señora que muestre el infierno a toda aquella gente. Verás cómo se convierten. ¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!».
Espíritu de penitencia
Desde la primera aparición, los tres pastorcitos buscaban como multiplicar las mortificaciones para convertir pecadores. Mortificaban su voluntad y su carácter; se privaban del alimento y daban la comida a los niños pobres; ayunaban con frecuencia todo un día, especialmente en tiempo de Cuaresma; renunciaban a sus juegos preferidos para entregarse más tiempo a la oración; se pasaban un novenario y hasta un mes -el más caluroso, el de agosto- sin beber agua; comían bellotas y aceitunas amargas; y otras muchas cosas. No se cansaban de buscar nuevas maneras de ofrecer sacrificios por los pecadores. Un día, poco después de la cuarta aparición, mientras que caminaban, Jacinta encontró una cuerda y propuso el ceñir la cuerda a la cintura como sacrificio. Estando de acuerdo, cortaron la cuerda en tres pedazos y se la ataron a la cintura sobre la carne.
Al principio llevaban la cuerda de día y de noche, pero en una aparición, la Virgen les dijo: Nuestro Señor está muy contento de vuestros sacrificios, pero no quiere que durmáis con la cuerda. Llevarla solamente durante el día. Ellos obedecieron y con mayor fervor perseveraron en esta dura penitencia, pues sabían que agradaban a Dios y a la Virgen. Francisco y Jacinta llevaron la cuerda hasta en la última enfermedad, durante la cual aparecía manchada de sangre.
Jacinta por su natural espontáneo y simpático dejaba traslucir lo que suponían aquellas penitencias. La cuerda que llevaban en la cintura los tres videntes era algo verdaderamente duro, como señalaría más tarde Lucia: Ya fuese por el grosor o aspereza de la cuerda, ya fuese porque a veces la apretábamos mucho, este instrumento nos hacía sufrir horriblemente. Jacinta dejaba, a veces, caer algunas lágrimas, debido al daño que le causaba. Yo le decía que se la quitase, pero ella me respondía: «¡No!, quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor en reparación y por la conversión de los pecadores».
Pero el mensaje de Fátima no es sólo para los tres niños: es para toda la cristiandad. Obedecer a la Virgen significa entrar de manera inmediata y perfecta en la voluntad de Dios, que en este tiempo parece que no desea más que la oración (el Rosario en especial) y los sacrificios. ¿Difícil? No, fácil. Pero hay que creer. Y actuar.