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El cristiano y la espera de Cristo

Así como todos los astros están siempre girando en torno al Sol, como una corona que lo rodea y se mueve constantemente para hablar de su grandeza; así cada bautizado tiene que estar cerca del Señor para que, alrededor suyo, se cumpla el propósito de la existencia humana: amar, adorar y servir a su Señor, «el Sol que nace de lo alto».
El cristiano y la conversión: La espera de Cristo

Todo bautizado tiene la gran responsabilidad de vivir como otro Cristo, y esta responsabilidad obliga a una diaria elección en cada una de las circunstancias de su vida. Resulta una triste realidad tener que decir que el cristiano bautizado tiene que «elegir» vivir como Cristo cuando en realidad «ya es» otro Cristo por el bautismo. Por ese sacramento se convierte automáticamente en otro Cristo, y se le infunden las gracias de la fe, esperanza y caridad que son en él parte de ese estado divino, de presencia viva de Dios, que actúa sin ruido en lo más profundo de su ser haciendo que todo en él tienda hacia Dios y busque lo más santo, bueno, bello, y perfecto.

Es necesario que nuestra espera nos lleve a preparar nuestro corazón

El bautizado que reconoce la gracia divina dice: Soy cristiano; la Santísima Trinidad habita en mí; soy miembro del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia; tengo los sacramentos que son el «toque de Dios» que me renueva y santifica; tengo a la Virgen y a los santos que interceden por mí; tengo la liturgia que me permite alabar a Dios de la forma más digna que un ser humano en este mundo puede alcanzar.» Podría decir, en fin: «y con todo eso ¿por qué no me convierto?

Las personas no alcanzan la conversión por una razón muy sencilla y fundamental a la vez: Constantemente se olvidan de vivir en «espera», en espera Cristo. Esta espera no es una espera meramente pasiva, sino que es espera que nos mueve a obrar. Es espera activa. En otras palabras, lo que el cristiano debe hacer es estar en vigilancia permanente.

La Espera de Cristo - El cristiano y la espera de Cristo

El pueblo de Israel, luego de la caída de nuestros primeros padres, vivía en una continua espera, espera de una liberación, de una tierra prometida, espera de un salvador, un mesías, que los liberara de la esclavitud del pecado y del yugo de la muerte, herencia y consecuencia de la caída de Adán. Miles de años en la expectativa de esa llegada, muchos prodigios que la anunciaban, profetas que eran enviados, leyes que eran dadas;  hasta que, «llegada la plenitud de los tiempos» el mesías tan esperado llegó; pero… «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». ¿Qué había sucedido? El pueblo que tanto esperaba no reconoció, como tal, al que tanto esperaban. El huésped divino no encontró morada en los corazones de los que lo llamaban. Es necesario que nuestra espera nos lleve a preparar nuestro corazón a la llegada de aquel a quien esperamos. «Estad, pues, vigilantes» (Mc. 13, 35-37).

Los actuales tiempos nos piden una fe más vigorosa, una moral más pura, una caridad más ardiente

Hoy se hace un gran silencio general ante esta realidad, y se hacen cada vez más actuales las palabras de Pío XII: «Los actuales tiempos nos piden una fe más vigorosa, una moral más pura, una caridad más ardiente y una prontitud mayor para el sacrificio, semejante a los primeros tiempos de la Iglesia […] y nuestro deber, el deber del episcopado, el del clero y de los fieles cristianos, es de prepararse al futuro encuentro de Cristo con el mundo»  (02 de junio de 1942).

La llegada del Adviento y la cercanía de la Natividad de Nuestro Señor llaman nuestra atención hacia esa espera del Señor. Quizá el lector de estas líneas tiene la costumbre de participar de la Santa Misa a diario o cada Pascua semanal, los domingos; y habrá notado que después de la consagración el sacerdote, con convicción de la verdad de los actos de los cuales acaba de ser testigo y partícipe, proclama: «Éste es el misterio de la Fe» y todos los fieles responden: «Anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús». Esta sentencia, pues, la repetimos todos los días, en cada Misa: «Ven señor Jesús»; ¿estamos preparados para que venga Aquel a quien llamamos? Nuestras casas, nuestros trabajos, nuestras familias y nuestras decisiones ¿están preparados para recibir al Señor Jesús?

Tu matrimonio, tu trabajo, tus amistades, tu formación académica ¿están preparados para recibir al Señor?

El que aguarda la venida de alguien importante se prepara física y espiritualmente para recibir a esa persona digna de honor. Y para la venida de Cristo que es Dios y que viene en cada Misa ¿Cómo nos preparamos para recibirle? Y para la venida de ese mismo Cristo que, cada año, por medio de la Sagrada Liturgia, vuelve a nosotros como un niño en la pobreza del pesebre ¿nos preparamos para recibirle?

Nuestra vida debe ser una conversión continua en la espera, pues pedimos al Señor que venga, y tenemos que tener presente que ese Señor que viene y se muestra en la Eucaristía como Pan, y en el pesebre, entre la dulce fragancia de la flor de coco, como un niño, vendrá un día como Rey y Justo Juez.

Nuestros pensamientos, palabras y obras ¿están listas para la visita de este Justo Juez? Tu matrimonio, tu trabajo, tus amistades, tu formación académica ¿están preparados para recibir al Señor?

Que en nuestro pueblo fiel, la llegada de aquél a quien llamamos no vuelva a encontrar, como antaño, corazones no dispuestos; y que este periodo de Navidad que se acerca sea una oportunidad de empezar a ser más de Dios. Y que nuestra vida, como los astros en torno al Sol, gire en torno a Él, que ya viene.

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