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El remedio: hombres litúrgicos

La liturgia es «el culto público que nuestro Redentor rinde al Padre como Cabeza de la Iglesia, y es el culto que la sociedad de los fieles rinde a su Cabeza, y, por medio de ella, al Padre eterno; es el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo; de la Cabeza y de sus miembros». Así, el hombre se incorpora al Cuerpo Místico de Jesucristo y recibe la vida divina que brota de Su Cuerpo y Sangre preciosísimos: «la Iglesia vive de la Eucaristía».
Hombres-liturgicos.

Augusto Gurini-Byisel


Así como «el mundo ha sido creado para gloria de Dios»[1], el hombre, capaz de conocerLo y amarLo, lo ha sido para «para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor» según su modo de ser racional y libre, y mediante esto salvar el alma.

Y, dado que estamos constituidos por alma y cuerpo, quiso Dios que dicho culto deba ser externo e interno. Y también privado y público, porque nuestra naturaleza fue hecha a la vez individual y social, como también vislumbraron los antiguos[2]. De este modo, el homenaje de nuestras facultades al Creador se realiza por medio de los actos propios de la virtud de la religión, que son los actos de culto: adoración, acción de gracias, oración, sacrificio, oblación, contrición, alabanza, etc.

Y, si fue precisamente para devolvernos la capacidad de alcanzar nuestro fin, perdido por el pecado, que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no debería asombrarnos que el Señor haya instituido Su Iglesia para que nos tornemos verdaderos «adoradores en espíritu y en verdad» (Io. IV, 23), es decir para hacernos «hombres litúrgicos».

En efecto, es la liturgia «el culto público que nuestro Redentor rinde al Padre como Cabeza de la Iglesia, y es el culto que la sociedad de los fieles rinde a su Cabeza, y, por medio de ella, al Padre eterno; es el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo; de la Cabeza y de sus miembros»[3]. Así, el hombre se incorpora al Cuerpo Místico de Jesucristo y recibe la vida divina que brota de Su Cuerpo y Sangre preciosísimos: «la Iglesia vive de la Eucaristía»[4].

De la liturgia empobrecida de Caín, no agradable a Dios (Gen. IV, 5), sus descendientes dejaron pronto de invocar el nombre de Dios

Por eso «no basta creer», sino que cada persona debe iniciarse litúrgicamente en los misterios divinos, que la elevan ya en esta vida tanto a la unión con Cristo como al culto celestial dado al Dios vivo verdaderamente presente en los misterios sacramentales[5].

La vestimenta de la mujer

El demonio, por su parte, no sólo quiere evitar que todos los hombres Le den a Dios el culto debido, sino que, procuró desde el principio que todos los hombres le den culto a él. A tal efecto procura siempre disminuir lo más posible el culto divino, luego suprimirlo y sustituirlo temporariamente por el culto al hombre.

No casualmente tanto Caín como Abel comenzaron a diferenciarse por sus sacrificios, es decir, por su liturgia. De la liturgia empobrecida de Caín, no agradable a Dios (Gen. IV, 5), sus descendientes dejaron pronto de invocar el nombre de Dios, cayeron luego en la jactanciosa y suficiente autoalabanza (Gen. IV, 23) y acabaron en una maldad tal que justificó su exterminio. Algunos santos sostienen que se sometieron a los demonios por medio de abominables depravaciones cultuales que incluían la idolatría, la magia y hasta el sacrificio de niños…[6]. De hecho, siglos después, también los israelitas caerían en la misma tentación, como testimonia y lamenta el salmo 105.

Esta batalla litúrgica se prolongará hasta el supremo esfuerzo del anticristo de instalar la abominación de la desolación en el lugar santo, pues tanto la verdadera Iglesia como la anti-iglesia diabólica reconocen el fin litúrgico del hombre, creado para alabar a Dios, y procuran concretarlo y evitarlo respectivamente.

A comienzos del siglo XX, al comprobar la apostasía de los Estados antiguamente cristianos, San Pío X presintió que el combate decisivo estaba ya muy próximo: «quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol»[7], es decir aquél a quien San Juan llama «el anticristo» (1 Io II, 18).

La inminencia del asalto diabólico a lo más sagrado fue también advertida por el futuro Pío XII: «Me preocupan los mensajes de la Santísima Virgen a la pequeña Lucía de Fátima. Esa persistencia de María sobre los peligros que amenazan a la Iglesia es un aviso del Cielo contra el suicidio que significa alterar la Fe, en Su liturgia, en Su teología y en Su alma (…) Oigo a mi alrededor innovadores que desean desmantelar el Santuario, apagar la llama universal de la Iglesia, rechazar Sus ornamentos y hacer que sienta remordimientos por Su pasado histórico»[8].

Y ya en plena tormenta posconciliar, cuando la «autodemolición» reconocida por el Pontífice reinante[9] acometía con una liturgia desacralizada y grosera «al límite de lo soportable»[10], quien era aún el Cardenal Karol Wojtila, declaró ante el Congreso Eucarístico de Philadelphia, en agosto de 1976: «Estamos ahora ante la confrontación histórica más grande que la humanidad jamás haya pasado. Estamos ante la contienda final entre la Iglesia y la anti-iglesia, el Evangelio y el anti-evangelio. Esta confrontación descansa dentro de los planes de la Divina Providencia y es un reto que la Iglesia entera tiene que aceptar»[11].

«Convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia»[12], Benedicto XVI vio lúcidamente el problema, aceptó el desafío e intentó solucionarlo no solo con Motu Proprio Summorum Pontificum y su carta a los obispos, que devolvió la plena libertad para la Misa Tradicional, sino también con la llamada Reforma de la Reforma[13], que buscó restaurar la sacralidad de las celebraciones «ordinarias».

Bastó encarar lúcida y valientemente la cuestión litúrgica para hacer renacer la vida y la esperanza, pero también para suscitar la persecución del mundo, incluyendo el perverso mundillo eclesiástico, que abandonó al Santo Padre en la batalla.

Ciudad del Este fue una de las pocas diócesis que siguió al Papa y llevó a cabo con gran éxito la experiencia litúrgica que señalaba la perfecta comunión de su obispo, Mons. Rogelio Livieres, con el Santo Padre. Con la resurrección del culto divino, florecieron las vocaciones, los seminarios, los conventos, las comunidades, los movimientos, la vida parroquial, los retiros espirituales, los jóvenes matrimonios, la música, el arte, la lectio divina, la catequesis, y la misión, reconquistando almas que las sectas cautivaran. Cuando los vientos cambiaron, pagó su «imprudencia» con su cargo y con su vida.

En estos tiempos en que, en vez de predicar el Evangelio, el progresismo clerical prefiere renegar de Cristo y volver a los mitos[14], la lucha por las almas no puede librarse sin combatir por y con el culto divino litúrgico, como no se cansa de insistir el ex Prefecto para la Congregación del Culto Divino y los Sacramentos, el cardenal africano Robert Sarah.

Si en naciones ya ha tiempo misionadas estamos discutiendo el cuerpo y sangre de personas inocentes, es porque estamos desconociendo el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, la Víctima inocente por excelencia. Como advertía Mons. Rogelio, hemos cometido «heridas eucarísticas» y debemos dejar «de maltratar a Dios en nuestra propia Iglesia…»[15]

El fin de la tormenta, quizá el de la «gran tribulación», que afecta a la Nave de la Iglesia, sólo vendrá, como lo vio Don Bosco, cuando la Barca de Pedro vuelva a amarrarse firmemente a las dos columnas que le darán la paz: la de la Eucaristía y la de la Inmaculada, es decir, la del Sacrificio de Cristo y la de Aquella que se Le asoció como Corredentora, verdadera columna al pie de cada altar mientras se agitan las aguas del mundo.

Hay mucho por hacer. Todavía hay hombres que no son «litúrgicos».


[1] Cf. Dz. 1805. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la fe católica.

[2] Aristóteles. Pol. 1253 a2–3.

[3] Pío XII, Mediator Dei, 29.

[4] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 1.

[5] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 7, 8. El mismo documento reconoce a la liturgia como «la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (10).

[6] Cf. Brentano, C., Overberg, B. y Wesener, G.  Antiguo Testamento en las visiones de la Ven. Ana Catalina de Emmerick. Ed. Surgite., pp. 31-32.

[7] E supremi apostolatus, 4 de octubre de 1903.

[8] Cf. Mons. Georges Roche, Pie XII devant L’Histoire. Paris, Ed. Robert Laffont, 1972, p. 52.

[9] Paulo VI, Discurso al Seminario Lombardo 7 de diciembre de 1968.

[10] Benedicto XVI, Carta a los obispos que acompaña la Carta Apostólica «Motu Proprio Data» Summorum Pontificum sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma efectuada en 1970. 7 de julio de 2007.

[11] Cf. http://www.ncregister.com/daily-news/john-paul-iis-warning-on-final-confrontation-with-the-anti-church

[12] Ratzinger, Joseph.Mi Vida…, p. 125.

[13] Cf. Carta a los obispos…, y agrega, para quienes se horrorizan ante la supuesta «mezcla de ritos», que «las dos Formas del uso del Rito romano pueden enriquecerse mutuamente» y que «en la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo».

[14] Cf. Brandmüller, W. Eine Kritik des ‚Instrumentum Laboris’ für die Amazonas-Synode. 26 de junio de 2019 (https://www.kath.net/news/68373).

[15] Cf. «La comunión se encuentra en la Eucaristía y no en consensos ideológicos». Carta abierta de Mons. Livieres a la Iglesia en Paraguay. 11 de Agosto de 2014

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