Buscar

San Francisco, un intrépido apóstol e insigne misionero de su siglo

El alma y la vida de San Francisco de Asís, «el Pregonero del gran Rey», fueron las de un intrépido apóstol e insigne misionero de su siglo. No fue un predicador profesional. No tenía los estudios teológicos necesarios para emprender la predicación dogmática, el Papa sólo le permitió predicar la moral de la penitencia cristiana. ¡Y con qué maravilloso poder de convicción trató este tema!

Tomado de «El santo de Cada Día»
Editado y Adaptado por Formacioncatolica.org

El acontecimiento más maravilloso, quizá, de la historia del catolicismo en la Edad Media, es la aparición en el mundo de San Francisco. Nació en Asís, por los años de 1182, y fue hijo de Pedro Hernardone, mercader de tejidos, y de una honrada y devota señora llamada Pica. Creció el niño en medio de gustos y regalos por ser su padre de gran fortuna. Vestía suntuosamente, tenía dinero para derrochar, y nunca faltaba a las ruidosas fiestas y opíparos convites que solían organizar los hijos de los hacendados y mercaderes de Asís. Lo admirable
fue que, a pesar de llevar vida tan dada al mundo, guardó, con el favor de Dios, una conducta siempre digna, sin soltar la rienda a los apetitos sensuales.

Andaba por los veinte años cuando algunos sucesos desgraciados le hicieron entrar dentro de sí, y le movieron a renunciar a sus travesuras de mozo y aun a los negocios de su hacienda. Asís se levantó en armas contra la nobleza, la cual pidió socorro a los de Perusa. Hubo guerra entre ambas ciudades. Asís fue tomada, y Francisco, con algunos caballeros, llevado a Perusa y fue encarcelado. A poco de esta adversidad le sobrevino una grave dolencia que le dio ocasión a mayores reflexiones aún. Salió de la enfermedad dispuesto a renunciar a los vanos pasatiempos del siglo. Sintió desde entonces en su espíritu como una aspiración indeterminada hacia nuevos y nunca soñados propósitos y, con una visión que tuvo de muchas armas y palacios, se le hizo que tenía vocación militar, y determinó pasar al reino de Nápoles en busca de hazañas y proezas.

La víspera de la salida se encontró con un hombre de noble linaje, pero pobre y desarrapado. San Francisco trocó su rico vestido con el del indigente. Aquella noche le pareció dormir en la gloria. La noche siguiente, en Espoleto, oyó una voz que le mandaba volver a su tierra. Volvió a Asís, y otra vez se ocupó en los negocios de su padre y tornó a ser el alma de los frívolos
entretenimientos de sus compañeros. Con todo, la dulce voz que le hablaba en Espoleto, llamaba de cuando en cuando a su corazón.

La pobreza será su amor; en adelante Francisco será el Poverello, el pobrecillo.

El paso definitivo

Una tarde de verano del año 1205, el joven mercader ofreció a sus compañeros un espléndido convite; la cuadrilla salió de él alegre en demasía y se dio a cantar por las calles de la ciudad. Francisco, en cambio, llena su alma de celestiales dulzuras, les dejó tomar la delante y se detuvo. Permaneció inmóvil largo rato, como subyugado por la gracia que iba a mudar de todo en todo su vida.

Pero el velo tendido sobre los futuros destinos del Santo no se corrió todavía. En vano lloraba sus pecados y clamaba al Padre celestial en las iglesias de Asís o en la cueva de Subiaco; fue a Roma a visitar la iglesia de San Pedro. Saliendo de ella tuvo una inspiración: llamó a un mendigo de los muchos que se agolpaban en el pórtico del templo, y le dio sus ricos vestidos; él se vistió de los andrajos del pobre, y se juntó con aquellos desgraciados, en cuya compañía permaneció hasta el anochecer. No cabía en sí de gozo. La pobreza será su amor; en adelante Francisco será el Poverello, el pobrecillo.

Vuelto a Asís, repartió a los pobres el dinero que gastaba en fiestas y banquetes. Sus únicos amigos serán ya los hijos de la pobreza. Cierto día, a la vuelta de un paseo a caballo por el campo, encontró a un leproso que le causó asco y horror. Su primer pensamiento fue dar media vuelta y huir a galope de aquel lugar. Pero oyó una voz en el fondo de su alma; al punto se apeó del caballo, fue al leproso, y al darle limosna besó con devoción y ternura aquello que ya no parecía mano por las repugnantes úlceras que la cubrían.

Al poco tiempo le dio el Señor otra señal de su voluntad. Hallábase el convertido arrodillado ante un hermoso santo Cristo, en una capilla medio arruinada dedicada a San Damián, poco distante de la ciudad. Mientras pedía a Dios que le descubriese su divina voluntad, oyó una voz que salía del Crucifijo y le decía: «Ve, Francisco; repara mi casa que se está cayendo».

Inmediatamente, el amigo de los pobres, el servidor de los leprosos quiso ser además reparador de iglesias. Cargó su caballo con buena cantidad de puños, y partió al mercado de Foligno donde lo vendió todo: caballo y mercancías. Ofreció el importe al clérigo que guardaba la iglesia de San Damián. Pero éste no quiso tomarlo por temor al padre del Santo. Resuelto Francisco, arrojó el dinero por una ventana de aquella iglesia. Logró, además, que aquel sacerdote le dejara vivir unos días en su compañía.

Al saber las nuevas aventuras de su hijo, Pedro Bemardone se puso furioso y corrió a la iglesia de San Damián para ver de hacerle entrar en razón y llevárselo a casa. Pero Francisco, por temor a su padre, se escondió en una cueva, y en ella se mantuvo algunos días sin atreverse a abandonarla.

Total desasimiento. En la porciúncula

Salió de la cueva, corrido de su cobardía y entró en la ciudad. La gente al verle tan desfigurado y mal vestido, se iba tras él tratándole de loco. De esto cobró su padre mayor saña y, llevándole a casa, le maltrató de palabra y obra. Luego, para desheredar a su hijo, entabló diligencias cuyo desenlace ocurrió en la primavera del año 1207, y constituye un drama bellísimo de la historia cristiana.

Padre e hijo comparecieron ante el obispo de Asís, llamado Guido, el cual hizo que Francisco renunciase a la herencia paterna. No fue menester esperar mucho tiempo la respuesta del Santo. Al punto se desnudó de los vestidos, como llevado de divina inspiración, y los arrojó en montón a los pies de su padre con el dinero que le quedaba, diciendo:

— Hasta aquí te llamé padre en la tierra; de aquí adelante diré con verdad: «Padre nuestro que estás en los cielos».

A poco de esta escena admirable, salió Francisco a la calle. Vestía túnica como de ermitaño atada con cinturón de cuero y calzaba sandalias. Iba cantando bellas tonadas para atraer al público, y luego pedía piedras para restaurar la iglesia de San Damián.

Cuando hubo reparado esta iglesia, el piadoso constructor restauró otras dos: la antigua iglesia benedictina de San Pedro y la capillita de Santa María de los Ángeles o de la Porciúncula. En este santuario recibió clara luz sobre su verdadera vocación. Era el día 24 de febrero, fiesta de San Matías, Francisco asistió a Misa y oyó el Evangelio del día que aconseja la práctica de la más rigurosa pobreza. Sin dilación quiso el joven ermitaño de la Porciúncula llevar a la práctica los consejos evangélicos: arrojó lejos de sí las sandalias, el báculo y el cinturón de cuero que trocó por una soga, y así empezó a recorrer las calles y plazas de Asís, para exhortar a todos a penitencia; con estos sermones, se animaron muchos oyentes a mudar de vida.

Primeros Discípulos y el sueño de Inocencio III

Pronto se le juntaron algunos discípulos: Bernardo de Quintaval, varón principal y de gran fortuna; Pedro de Catania, canónigo de Asís y Egidio (fray Gil), hijo de un propietario de la ciudad. No les impuso largas prácticas. Bastábale una prueba: renunciar a todos los bienes e ir a pedir de puerta en puerta.

Acudieron otros compañeros. El Santo empezó a enviarlos a misionar, de dos en dos, por los valles del Apenino y los llanos de Umbría, de las Marcas y de Toscana. Cuando llegaron a doce, ya no cabían en la Porciúncula. Pasaron a vivir a un caserón más amplio, cerca de Rivo Torto. Allí escribió Francisco una regla sencilla y corta, y quiso someterla al Papa. Los frailes partieron para Roma, donde reinaba Inocencio III.

Los cardenales, no accedieron a aprobarla; el Papa, a pesar de su buena voluntad, sólo dio a Francisco esperanza de que algún día sería aprobada. Por entonces, sin duda, tuvo el Pontífice aquella visión que refieren los antiguos biógrafos y que representaron los artistas. Vio en sueños que la basílica de Letrán, madre y cabeza de todas las Iglesias, amenazaba gran ruina y se venía ya al suelo, cuando un pobrecito hombre vestido de tosco sayal, descalzo y ceñido con recia cuerda, puso sus hombros bajo las paredes de la iglesia, y de un vigoroso empujón la levantó y enderezó de tal manera que pareció luego más recta y sólida que nunca.

Otra vez fue el Santo al palacio de Letrán y expuso al Papa su demanda. Con ver Inocencio III la humildad, pureza y fervor de Francisco, y acordándose de la visión, abrazó conmovido al Poverello de Asís, le bendijo a él y a todos sus frailes, confirmó su regla y les mandó que predicasen penitencia. Antes que dejasen a Roma, recibieron de manos del cardenal Juan Colonna la tonsura con la que ingresaban en la clerecía, y aun San Francisco fue quizá ordenado diácono. Era el verano de 1209.

El alma y la vida de San Francisco, «el Pregonero del gran Rey», fueron las de un intrépido apóstol e insigne misionero de su siglo.

La comunidad franciscana volvió a Rivo Torto; a los pocos meses pasó a residir cerca de la capilla de la Porciúncula, en un lugar que los Benedictinos de Subiaco cedieron al Santo y que fue la cuna de la Orden. Los frailes vivían en chozas construidas con ramas y lodo; a falta de mesas y sillas, sentábanse en el suelo; por cama tenían sacos llenos de paja. Ocupaban el
tiempo en la oración y el trabajo.

El alma y la vida de San Francisco, «el Pregonero del gran Rey», fueron las de un intrépido apóstol e insigne misionero de su siglo. No fue sin duda predicador profesional. No tenía los estudios teológicos necesarios para emprender la predicación dogmática, y el Papa sólo le permitió predicar la moral de la penitencia. Pero, ¡con qué maravilloso poder de convicción trató este tema!

Por una sociedad que era un hervidero de codicias y desenfrenados odios, pasaban San Francisco y sus frailes con los pies descalzos, la soga en la cintura y los ojos clavados en el cielo, mostrando serenísimo gozo en medio de su absoluta pobreza, amándose con ternura, y predicando la paz y la caridad con la palabra y con el ejemplo.

Santa Clara de Asís

Al predicar el amor de Dios en la catedral de Asís, el Poverello despertó ansias y resoluciones de darse a la perfección, en el alma de una noble doncella llamada Clara Scifi. Ésta apartó a cuantos jóvenes la solicitaban por su hermosura y riqueza, y, por la poterna por donde sacaban a los muertos, huyó secretamente del palacio de sus padres para entregar a Jesucristo su corazón y juventud. La tarde del domingo de Ramos, 19 de marzo de 1212, en la capilla de la Porciúncula, alumbrada por la movida y fulgurante luz de las hachas de los frailes, Clara se postró ante el altar de la Virgen, dio libelo de repudio al siglo y se consagró al Señor. Tenía diecinueve años.

A los pocos días se le juntó su hermana Ángela. El piadoso retiro de San Damián, adonde envió Francisco a las dos vírgenes, llegó a ser cuna de una Orden admirable de mujeres que al principio se llamó de las Señoras Pobres, y que hoy día todos conocen con el nombre de Clarisas, derivado de la fundadora Santa Clara de Asís.

Apostolado Misional

Nose habían extinguido en el corazón de Francisco los caballerescos anhelos de conquista. Corría por entonces la era de las Cruzadas. Sus ambiciones apostólicas y el ardiente amor a los prójimos, la empujaban hacia Palestina. En el otoño del año 1212 se embarcó en Ancona con ánimo de predicar a los musulmanes. Una tempestad le arrojó a las costas de Dalmacia, de donde volvió penosamente a Italia. El año 1214, se propuso predicar en Marruecos; pero, hallándose ya en España, le sobrevino gravísima enfermedad que le obligó a volver a Italia. Finalmente, cinco años más tarde, cuando repartió sus discípulos entre las provincias que quería evangelizar, no se contentó con enviar sus mejores amigos a Mauritania, Túnez, Egipto y Siria, sino que otra vez se embarcó él mismo para Palestina. Intentó convertir al Sultán de Egipto, llamado Melek-el-Kamel, el cual se limitó a recibirle y escucharle muy cordialmente. Con esto se volvió Francisco a Italia, no sin antes visitar los Santos Lugares.

Una noche que Francisco se hallaba orando en la iglesia, se le apareció Cristo Nuestro Señor en compañía de la Virgen María, y le inspiró que fuese a ver al papa Honorio III a Perusa, y le pidiese indulgencia plenaria para cuantos, contritos y confesados, visitasen aquella iglesia.

Al llegar a Italia le esperaban no pocas dificultades. Los frailes se habían multiplicado prodigiosamente. Ya por los años de 1215, cuando el Santo fue a Roma con ocasión del IV Concilio de Letrán, sus hijos formaban numeroso ejército. Entonces renovó Inocencio III la aprobación de los «Frailes Menores», como empezaban a llamarlos. En Roma, se encontró con Santo Domingo, fundador de los Frailes Predicadores.

Al año siguiente, contribuyó el cielo con un favor extraordinario a consolidar la obra humildemente comenzada en la Porciúncula. Una noche que Francisco se hallaba orando en la iglesia, se le apareció Cristo Nuestro Señor en compañía de la Virgen María, y le inspiró que fuese a ver al papa Honorio III a Perusa, y le pidiese Indulgencia Plenaria para cuantos, contritos y confesados, visitasen aquella iglesia. No obstante a la oposición de los cardenales, el Papa otorgó la indulgencia, aunque sólo para un día del año.

Empero, con esas gracias y favores también sobrevinieron decepciones y tristezas. Hasta entonces, los frailes vivían en chozas de adobes, partían para las misiones o romerías, predicaban penitencia y conversión sin darse a estudios teológicos, se recogían en las cuevas para orar y, sólo de tarde en tarde, dependían de un superior, aunque, eso sí, debían observar estricta pobreza.

Para aquellos discípulos del Santo que estaban animados del genuino espíritu del Fundador, esta manera de vida les hacía realmente santos; pero para muchos frailes, no dejaba de tener graves peligros, siendo el mayor el exponerles a vivir como monjes errantes. Era menester introducir un género de vida más estable e imponer los estudios necesarios. Alentóles a ello el cardenal Hugolino, declarado protector de la Orden por el papa Honorio III, y Francisco accedió gustoso a las indicaciones del ilustre cardenal.

Los últimos años de vida, el Belén y las Llagas

Ya por entonces empezó a sentir San Francisco que tendría que renunciar a la predicación. Su acción había levantado radiante despertar de vida cristiana en Italia y en toda Europa. A más de tantos millares de almas fervorosas que habían abrazado la regla de los Frailes Menores o de las Clarisas, otros miles y miles de personas, que no podían dejar el siglo ni emitir votos monásticos, habían entrado en la cofradía de Penitentes laicos o Tercera Orden, fundada el año de 1221 por Francisco y el cardenal Hugolino.

El santo Fundador tomó morada en las ermitas de los contemplativos, sin por eso desentenderse, de los negocios de la Orden, a cuyo gobierno renunció ya en el año de 1219. En el mes de diciembre de 1223, vivió recogido en una ermita del valle de Rieti, y con licencia del Papa, celebró la fiesta de Navidad en una cueva, en la que hizo poner un pesebre, a semejanza del de Belén. Allí hizo decir Misa con gran solemnidad de música y luces. Desde entonces fue tradicional en las iglesias franciscanas el representar el nacimiento en las fiestas de Navidad.

En el verano de 1224 dejó Francisco el valle de Kieti, y se recogió en una cueva del monte Alvernia, rodeada de espesos bosques. Estaba cierto día meditando sobre la Pasión del Salvador, cuando vio que bajaba del cielo y volaba sobre aquellas rocas un ángel resplandeciente con seis alas encendidas; dos se levantaban sobre la cabeza del Crucifijo que aparecía entre ellas, otras dos se extendían como para volar, y las dos restantes cubrían todo el cuerpo del Crucificado. Oyó entonces una voz que le dijo que el fuego del amor divino le transformaría en la imagen de Jesús crucificado. Al mismo tiempo, sintió agudísimo dolor en sus miembros; unos clavos negros atravesaban sus manos y pies, y de una llaga abierta en su costado derecho empezó a manar abundante sangre. Llevaba impresas en su carne
las llagas de la Pasión.

Pasada la fiesta de San Miguel, se despidió del monte Alvernia; montado en un burrillo, por no poder ya caminar, se llegó poquito a poco a la Porciúncula; iba sembrando milagros por donde pasaba. Aquí tuvo otra vez recias y dolorosas enfermedades. Consumido por los ayunos y abstinencias, abatido por frecuentes hemorragias, atormentado por una tenaz oftalmía que trajera ya de Egipto y le había dejado casi ciego, consintió le llevasen a una choza construida por Santa Clara en el huertecito de San Damián.

El «Canto de las criaturas» su muerte y triunfo

Allí, en medio de las tinieblas de su ceguera, acostado en pobrísimo camastro y hostigado por sinnúmero de musgaños, compuso aquel divino poema, el Canto del Sol o Canto de las criaturas. Le visitaron afamados médicos, pero empeoró el mal. Sintiendo que se acercaba el fin, se lo llevaron a Asís. Sucedía esto a principios del año 1226. Al percibir que ya le quedaban pocos días de vida. San Francisco añadió al Canto del Sol una estrofa en la que alaba al Señor «por nuestra hermana la muerte corporal».

EL CÁNTICO DE LAS CRIATURAS

Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas,
la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, te convienen
y ningún hombre es digno de nombrarte.

Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.

Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.

Alabado seas, mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,

porque de ti, Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.

Ay de aquellos que mueran
en pecado mortal.

Bienaventurados a los que encontrará
en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal.

Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad.

A instancias del Santo, los magistrados dieron licencia para llevarle a Nuestra Señora de los Ángeles, donde deseaba morir. Le trasportaron en unas angarillas, desde las que se despidió de Asís y la bendijo entre sollozos.

En la Porciúncula, al sentirse ya morir, como verdadero amador de la pobreza y por ser semejante a Cristo, se desnudó y así se postró en tierra. Su guardián le dio un hábito y el Santo lo recibió como de limosna y prestado. Todos los frailes lloraban. Francisco los exhortó al amor de Dios, de la santa pobreza y paciencia. Cruzados ya los brazos, dijo: «Quedaos, hijos míos, en el temor del Señor, y permaneced en él siempre. Dichosos serán los que perseveren en el bien comenzado. Yo voy aprisa al Señor, a cuya gracia os encomiendo». Con esto aguardó a la «hermana muerte», que vino a 4 de octubre del mismo año 1226.

Al día siguiente, ya al clarear el alba, una comitiva a la vez dolorosa y triunfal, subía hacia Asís. Las muchedumbres acudían presurosas para escoltar al sagrado cuerpo del Santo. El séquito se desvió con el fin de pasar por San Damián, para que Santa Clara y sus monjas tocasen y besasen las llagas del seráfico Patriarca. Sus reliquias fueron depositadas en la iglesia de San Jorge.

Tantos y tan estupendos milagros obró el Señor por intercesión del glorioso San Francisco, que ya a los dos años de muerto, el cardenal Hugolino, ahora Papa, con el nombre de Gregorio IX , fue personalmente a la ciudad de Asís, y con gran solemnidad le canonizó y puso en el catálogo de los Santos. Dos años después, el de 1230, en el Capítulo general en Asís, trasladaron su sagrado cuerpo con solemnísimas fiestas a la suntuosa iglesia de su nombre, recién edificada para recibirlo.

ORACIÓN DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

Oh, Señor, hazme un instrumento de Tu Paz .
Donde hay odio, que lleve yo el Amor.
Donde haya ofensa, que lleve yo el Perdón.
Donde haya discordia, que lleve yo la Unión.
Donde haya duda, que lleve yo la Fe.
Donde haya error, que lleve yo la Verdad.
Donde haya desesperación, que lleve yo la Alegría.
Donde haya tinieblas, que lleve yo la Luz.

Oh, Maestro, haced que yo no busque tanto ser consolado, sino consolar;
ser comprendido, sino comprender;
ser amado, como amar.

Porque es:
Dando , que se recibe;
Perdonando, que se es perdonado;
Muriendo, que se resucita a la
Vida Eterna.

Facebook
Twitter
WhatsApp
Telegram
Email

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Carrito de compra

¡No dejes al padre hablando sólo!

Homilía diaria.
Podcast.
Artículos de formación.
Cursos y aulas en vivo.

En tu Whatsapp, todos los días.

×