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Las principales puertas del infierno

Muy ancho es el camino que conduce al Infierno, y muy grande el número de los que entran en él. El Infierno tiene muchas puertas; mas estas puertas están sobre la Tierra. Estas puertas son los vicios por los cuales los hombres ofenden al Señor y llaman sobre sí los castigos y la muerte eterna.

San Alfonso María de Ligorio

Estas puertas son los vicios por los cuales los hombres ofenden al Señor y llaman sobre sí los castigos y la muerte eterna. Entre todos los vicios, hay cuatro especialmente, a saber: el odio, la blasfemia, el robo y la impureza, que hacen caer más víctimas en el Infierno, y que más provocan acá en la Tierra el castigo de Dios.

Estas son las cuatro puertas por las cuales entran el mayor número de los que se condenan.

El odio es la primera puerta del Infierno

El Paraíso es el reino del amor, así como el Infierno es el del odio. Padre mío, dirá alguno: yo soy reconocido y amo a mis amigos, mas no puedo sufrir al que me hace alguna contrariedad. Los bárbaros, los idólatras hablan y obran como vos. Es natural amar a los que nos hacen bien; y esto lo hacen, no sólo los infieles, sino aun los animales. Más escuchad lo que os digo, añade Jesucristo: escuchad cuál es mi ley, la ley del amor: quiero que vosotros, discípulos míos, améis aun a vuestros enemigos; haced bien al que os quiere mal; y, cuando no podáis otra cosa, rogad a lo menos por aquel que os persigue; entonces seréis hijos de Dios, que es vuestro Padre.

Con razón, pues, dice San Agustín que sólo el amor distingue el que es hijo de Dios del que es hijo del demonio. Así han obrado los santos; ellos han amado a sus enemigos.

Santa Catalina de Siena había sido indignamente difamada por una mujer: esta mujer cayó enferma, y Santa Catalina la asistió por largo tiempo, como si hubiese sido su sirviente.

San Acayo vendió sus bienes para socorrer a un hombre que le había quitado la reputación.

Un asesino había atentado a la vida de San Ambrosio: el Santo le señaló una suma suficiente para que pudiese vivir con decencia. He aquí personas que se pueden llamar a boca llena hijos de Dios. ¡Cosa admirable!, dice Santo Tomás de Villanueva: perdonamos por respeto a un amigo las injurias que se nos han hecho: ¿por qué no queremos obrar así cuando es Dios el que lo manda?

¡Cuánto debe esperar obtener el perdón el que perdona las ofensas! Él tiene a favor suyo la promesa del Señor, que dice: Perdonad y se os perdonará. Perdonando a los demás, vos os habéis proporcionado a vos mismo el perdón; mas, el que quiere vengarse, ¿puede esperar que Dios le remita sus ofensas? Al pronunciar la oración dominical, sella El mismo su decreto cuando llega a aquellas palabras: Señor, perdóname, como perdono yo a mis enemigos. Cuando alguno quiere vengarse, dice al Señor: No me perdonéis, Señor, porque yo no quiero perdonar. Así es cómo pronuncia su sentencia contra sí mismo.

Los vengativos tienen un infierno en este mundo y en el otro.

No lo dudéis: juzgados seréis sin misericordia, porque no la queréis usar con vuestro prójimo. Si vengaros queréis, renunciad al paraíso. Los vengativos tienen un infierno en este mundo y en el otro. El que alimenta el odio en su corazón, no tiene nunca más un momento de paz, dice San Crisóstomo, y es devorado sin cesar por la turbación y el frenesí.

Mas diréis vosotros: -Este hombre ha despedazado mi reputación en el concepto público; me ha herido en lo más delicado de mi honor; yo quiero, pues, vengarme.

-¿Queréis quitarle la vida? — ¿Conque sois vos dueño de la vida de un hombre?

-No: ella no pertenece sino a Dios sólo. — ¿Queréis vengaros de vuestro enemigo?—También Dios se vengará de vos. Sólo a Dios es permitida la venganza. (Deut., XXXII, 35.).

-Pero ¿cómo podrá restablecerse mi honor? — ¡Cómo!

-Para restablecer vuestro honor ¿intentáis pisotear el honor del mismo Dios? ¿No sabéis que deshonráis a Dios todas cuantas veces obráis contra su ley? (Rom., II, 13.) ¿Cuál es vuestro honor? Es el de un pagano, de un idólatra; el honor de un cristiano consiste en obedecer a Dios y observar su ley. — Más se me tendrá por un cobarde.

Decidme, pregunta San Bernardo: si vuestra casa estuviera a punto de desplomarse, ¿quisierais no huir por temor de que os llamasen cobarde? Y, para evitar esta calificación, ¿os condenaréis vos mismo a desplomaros en el abismo del Infierno? Si perdonáis, seréis elogiados por todos los hombres de bien. Si deseáis vengaros, dice San Crisóstomo, haced bien a vuestro enemigo; ésta es la única venganza permitida a un cristiano.

El que se venga será castigado de Dios, no sólo en la otra vida, sino también en este mundo.

Es falso que se pierda el honor cuando, después de haber recibido una injuria, se dice: yo soy cristiano, y así no puedo ni quiero vengarme; lejos de perder el honor, se adquiere entonces y se salva el alma. Al contrario, el que se venga será castigado de Dios, no sólo en la otra vida, sino también en este mundo. Aun cuando lograse escapar de la justicia de los hombres, no podría esperar, después de la venganza, sino una existencia desgraciada; debería llevar una vida errante; estaría sin cesar atormentado por el temor de los jueces y de los parientes de aquel a quien hubiese muerto, y sobre todo por sus remordimientos; en una palabra, sería desgraciado en esta vida, y el Infierno le aguardaría en la otra.

¿Qué debemos, pues, hacer si alguno nos ofende?: Recurrir al momento a Dios y a la Santísima Virgen, pedirle la fuerza para perdonar, y decir allí mismo: Señor, yo perdono por vuestro amor la injuria que se me hace; perdonadme Vos las injurias sin número que os he hecho.

San Bernardo llama diabólico el pecado de blasfemia

La blasfemia la segunda puerta del infierno

Hombres hay que en las adversidades no dirigen sus golpes contra sus semejantes, sino contra Dios: unos blasfeman de los santos; otros llegan a la audacia extrema de maldecir al mismo Dios. ¿Sabéis lo que es la blasfemia? Dice San Crisóstomo que no hay pecado mayor.Todos los demás pecados no se cometen, según San Bernardo, sino por debilidad; la blasfemia es originada de la malicia.

Con razón, pues, San Bernardo llama diabólico el pecado de blasfemia, porque el blasfemador ataca a Dios y a sus santos. Es peor que los crucificadores de Jesucristo: aquellos desdichados no le reconocían por Dios, mientras que los blasfemos, sabiendo que lo es, van a insultarle cara a cara. Peores son que los perros, pues estos animales no muerden al amo que los mantiene; los blasfemadores, al contrario, insultan a Dios en el momento mismo que les colma de beneficios. ¿Qué pena, pues, será suficiente para castigar un crimen tan horrible, dice San Agustín? Así, no debe admirarnos que, en tanto que exista este pecado, no cesen de afligirnos las calamidades, dice el Papa Julio III en la Bula XXIII.

Léese en el prefacio de la Pragmática Sanción en Francia, que, cuando el rey Roberto rogaba por la paz del reino, le aseguró el Crucificado que no la tendría hasta que de él hubiese desterrado la blasfemia. El Señor en la Santa Escritura amenaza destruir el país en donde reina este vicio detestable. (Is., I, 4.)

Si se siguiera el consejo de San Juan Crisóstomo, sería menester despedazar la boca de los blasfemos. San Luis Rey de Francia, mandó que se marcasen con un hierro encendido los labios del blasfemo.

Un gentil hombre incurrió en este castigo; intercedióse inútilmente por él. San Luis fué inflexible; y a los que le acusaban de crueldad les contestaba que prefería dejarse quemar él mismo los labios antes que sufrir en su reino una tan enorme injuria contra Dios.

Dime, pues, tú, blasfemo: ¿de qué país eres? Ya te lo diré yo primero: tú eres del Infierno. En la casa de Caifas conocieron que San Pedro era del país de Galilea; su lenguaje lo probaba. El tuyo ¿no es el de los condenados? (Apoc, XVI, 11.)

Mas explícate: ¿qué pretendes conseguir con tus blasfemias? ¿Honor? — No, pues el que blasfema es aborrecido de todo cuanto hay de honrado sobre la tierra. — ¿Acaso bienes temporales?— No; este funesto vicio es a menudo castigado con maldiciones temporales. (Prov., XIV, 34.) — ¿Placer?—No: ¿qué placer puede sentir el blasfemo? La blasfemia es un gusto de condenado, y, desde que pasa el furor, los remordimientos se dejan percibir en el fondo del corazón. ¿Para qué insultar al Señor? ¿Para qué ultrajar los santos? ¿Qué mal os han hecho? ¡Os ayudan, ruegan a Dios por vosotros, y vosotros los maldecís! Dejad ahora mismo y a toda costa este vicio detestable. Si ahora no os corregís, le conservaréis hasta la muerte, como ha sucedido con tantos desdichados que han muerto con la blasfemia en los labios.

Mas ¿qué debo hacer, Padre mío, cuando la pasión me transporta? ¡Gran Dios! ¿No hay otras expresiones? ¿No se puede decir: Virgen Santísima, ayudadme, alcanzadme paciencia? Cesará el rapto de la cólera, y os conservaréis en la gracia de Dios. Si blasfemáis, os veréis más afligido acá en la Tierra y castigado por toda la eternidad.

El robo es la tercera puerta del Infierno

Consideremos otra puerta  del Infierno (la tercera), por la cual entra gran número de personas. Esta puerta es el robo. Hay hombres que adoran, por decirlo así, el dinero, mirándolo como a su Dios y su último fin. (Ps., CXIII, 14.) Pero dictada está su condenación: los ladrones no poseerán el Cielo. (I Cor. VI, 10.) Verdad es que el robo no es el pecado más grave, pero es el más peligroso para la salud eterna, dice San Agustín; pues para obtener el perdón de los otros pecados basta tener de ellos un verdadero arrepentimiento; más para el robo es indispensable, además, la restitución, que es siempre difícil. Cada día lo vemos por experiencia: los hurtos son innumerables, y rarísimas las restituciones.

Guardaos bien de tomar o de retener los bienes de otro; si lo habéis hecho, por desgracia, restituidlos de poco en poco, si no podéis todo de golpe.

El bien ajeno os hace pobre en esta vida, y desgraciado en la otra. Vos habéis despojado a los otros, y los demás os despojarán a su turno. (Hab., II, 9.)

El bien de otro lleva consigo la maldición sobre la casa que le conserva (Zach., V, 3); es decir, que quien posee el bien de su prójimo perderá, no solamente lo que ha robado, sino también lo que posee suyo. El bien ajeno es un fuego que devora todo lo que encuentra.

Atended, madres y esposas, si vuestros hijos o vuestros maridos introducen en la casa bienes de otro; lamentaos de ello; guardaos de aplaudirlo, ni aun con el silencio. Habiendo oído Tobías un cordero que daba balidos en su casa, «Cuidado, dijo, que no sea robado: devolvedle».  Hombres hay que toman el bien de otro, y que procuran después aquietar su conciencia por medio de limosnas.

San Crisóstomo dice que el Señor no quiere ser honrado con lo que pertenece a otros.

Los robos de los ricos consisten en los actos de injusticia, en los daños que ocasionan con la injusta detención de lo que es debido a los pobres; éstos son también robos que obligan a la restitución; mas ésta es, por desgracia, muy difícil de practicar; así es que muchos se condenan por causa de los robos.

La cuarta puerta del Infierno es el pecado de impureza; ésta es la puerta por la cual entra mayor número de pecadores.

La impureza es la cuarta puerta del Infierno

La cuarta puerta del Infierno es el pecado de impureza; ésta es la puerta por la cual entra mayor número de pecadores.

Los impúdicos consideran que Dios tendrá piedad de este pecado, porque sabe que somos de carne. ¡Y qué! ¿Dios tiene compasión de este pecado? Más se lee en la Escritura que por este pecado envió Dios sobre la Tierra las más espantosas catástrofes. Observa San Jerónimo que leemos haberse Dios arrepentido de haber criado al hombre, en especial por el pecado de la carne. (Gen., 6.). Dios no ha castigado pecado alguno, ni aun sobre la Tierra, con tanto rigor como el de la impureza, dice Eusebio. (Ep. Ad Dam.) En castigo de este pecado hizo caer fuego del cielo sobre cinco ciudades, y permitió que pereciesen en las llamas todos sus habitantes. Por causa de este pecado, principalmente, el diluvio universal destruyó todo el género humano, a excepción de la familia de Noé. Este es un vicio que ya castiga Dios a menudo en este mundo de una manera terrible.

Ya que tú has querido olvidarme, dice el Señor, y me has abandonado por un miserable placer, quiero que aun en esta vida sufras la pena de tus crímenes.

Dios ¿tiene compasión de este pecado? Atended que este delito es el que arrastra mayor número de almas al Infierno.

Asegura San Remigio que la mayor parte de los condenados lo son por causa de este pecado. Del mismo sentir es el P. Señeri, siguiendo a San Bernardo (T. 4, Serm. 21), y San Isidoro (L. 2, sent., c. 39). Santo Tomás dice que este pecado es muy agradable al demonio, porque, el que cae en este muladar del Infierno, queda pegado en él y no puede casi levantarse.

Este vicio quita hasta la luz, y el pecador queda tan ciego, que casi llega a olvidarse de Dios, dice San Lorenzo Justiniano. (De lib. vit., Os., v, 4.)

Desconoce a Dios, no obedece ya ni a Dios ni a la razón; sólo obedece a la voz de los sentidos, que le arrastra a obrar como un bruto.

Casi siempre los hábitos criminales se conservan hasta la muerte. Hállanse hombres de edad madura, viejos decrépitos, que tienen los mismos pensamientos y cometen los mismos pecados que cometían en su juventud. Así es cómo sus faltas se multiplican, y vienen a ser innumerables. Preguntad a este desdichado cuántas veces ha consentido en los malos pensamientos, y os contestará: ¿quién puede acordarse de ellos? Más si vos no sabéis el número de vuestros pecados, ya los sabe Dios, y no ignoráis vosotros que un solo pecado de mal pensamiento basta para precipitaros en el Infierno. ¿Qué será, pues, por tantas torpezas en las que se están revolcando estos desgraciados, como animales inmundos? ¡Oh espantoso pecado, cuántas almas precipitas en los Infiernos!

Mas, Padre mío, ¿cómo hacerlo para resistir a tantas tentaciones? ¡Ah, yo soy muy débil!—Si sois débil, ¿por qué no os encomendáis a Dios y a la Santísima Virgen, que es la Madre de la pureza? ¿Para qué exponeros a las tentaciones?

¿Por qué no mortificáis vuestros ojos? ¿Por qué miráis objetos que excitan las tentaciones? ¿Por qué os abandonáis sin reserva al mal y a todas sus consecuencias, pues que la impureza conduce con frecuencia a otros pecados, como son los odios, los robos, y, sobre todo, las confesiones y las comuniones sacrílegas, o por efecto de reticencias o por defecto de contrición?

Si sois culpable de este pecado, no quiero arrancaros toda esperanza: salid de este estado infernal, ahora que Dios os ilumina y os tiende la mano para ayudaros. Huid desde este momento de las ocasiones: sin esto, todo está perdido; los juramentos, las lágrimas, los propósitos, no sirven de nada. Quitad las ocasiones; encomendaos en seguida a Dios y a María, que es la Madre de la pureza.

Cuando seáis tentados, no os entretengáis con la tentación: nombrad, invocad al instante a Jesús y a María. Sus Nombres sagrados ahuyentan el demonio, y apagan estos ardores infernales. Si el demonio no cesa de tentaros, continuad invocando a Jesús y a María, y a buen seguro que no sucumbiréis. Para arrancar de raíz este hábito. Haced alguna práctica especial de piedad dirigida a María, rogadle con confianza. Por la mañana, al levantaros, rezad con fervor la oración angélica en honor de su pureza; haced lo propio al acostaros, y, sobre todo, penetraos bien de esta verdad: que si rehusáis actualmente la gracia de Dios y os obstináis en vuestro pecado, tal vez ¡ay! no os corregiréis de él jamás. (Acto de dolor)

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