«La predicación de la Cruz es necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan es fuerza de Dios» (1 Cor 1.18). Tantas conversiones se dieron a lo largo de la historia ante la Cruz de Cristo, como testigos tenemos a los santos, quienes experimentaron «la fuerza y la sabiduría de Dios» que manan del madero de la Cruz.
El día de la Santa Cruz, el 3 de mayo en muchos países como Paraguay, es una oportunidad para reflexionar sobre la importancia de abrazar la cruz en nuestras vidas. La cruz vista desde afuera es símbolo de dolor y sufrimiento, pero su sentido real es símbolo de amor y esperanza.
La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante, de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros.
Compartimos esta modesta antología de textos sobre la Cruz de Cristo recopilados por el P. José María Iraburu.
San Andrés de Creta (+740)
Nacido en Damasco, monje en Jerusalén, obispo de Creta, poeta litúrgico y gran predicador.
«Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que vuelve hoy de Betania y por propia voluntad se apresura hacia su venerable y dichosa pasión para poner fin al misterio de la salvación de los hombres. Porque el que iba libremente hacia Jerusalén es el mismo que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, para levantar consigo a los que yacíamos en lo más profundo y colocarnos, como dice la Escritura, “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación y por encima de todo nombre conocido” [Ef 1,21].
«Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa… sino manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna. Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo a su paso ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.
… «Y si antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”» (Sermón 9 sobre el domingo de Ramos).
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«Por la cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz y, junto con el crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales. Tal y tan grande es la posesión de la cruz.
«Quien posee la cruz posee un tesoro. Y al decir tesoro, quiero significar el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye a nuestro estado de justicia original. Porque sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, y el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni dospojado el lugar de los muertos.
«Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos, cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; y el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo.
«La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante, de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros… Él mismo nos enseña que la cruz es su exaltación, cuando dice: “cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” [Jn 12,32]». (Sermón 10: MG 97, 1018-1019: leer más > LH 14 de septiembre).
San Teodoro Estudita (+826)
Nacido en Constantinopla, abad del monasterio de Stoudios, escritor y reformador monástico.
«¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué figura tiene más esplendorosa! No contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino que en él todo es hermoso y atractivo tanto para la vista como para el paladar. Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él; es un madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la esclavitud a que la tenía sometido el diablo.
«Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas manos, pies y costados, curó las huellas del pecado y las heridas que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza. Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: entonces fuimos seducidos por el árbol: ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria.
… «Con la cruz sucumbió la muerte, y Adán se vio restituido a la vida. En la cruz se gloriaron todos los apóstoles, en ella se coronaron los mártires y se santificaron los santos. Con la cruz nos revestimos de Cristo y nos despojamos del hombre viejo. Fue la cruz la que nos reunió en un solo rebaño, como ovejas de Cristo, y es la cruz la que nos lleva al aprisco celestial» (Sermón en la adoración de la Cruz: MG 99, 691-695. 698-699).
San Bernardo (+1153)
Nacido en Dijon, Francia, monje cisterciense, gran maestro espiritual, Doctor de la Iglesia. Suscitador de innumerables vocaciones monásticas.
«El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. “Éste –dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una bandera discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María– una espada te traspasará el alma” [Lc 2,34-35].
«En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús –que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal…
No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma… Pero quizá alguien dirá: “¿es que María no sabía que su Hijo había de morir?” Sí, y con toda certeza. “¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?” Sí, y con toda seguridad. “¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?” Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante» (Sermón infraoctava Asunción 14-15: Opera omnia, ed. Cister 5, 273-274).
San Francisco de Asís (+1230)
Gran maestro de espiritualidad evangélica, fundador de la orden religiosa de los Hermanos menores, destinada a hacerse en la Iglesia un árbol inmenso de hombres y mujeres consagrados a Jesús.
–La conversión de Francisco fue ante el crucifijo de la iglesia de San Damián, casi arruinada, en las afueras de Asís. «Guiado del Espíritu divino, entró para hacer oración, postrándose reverente y devoto ante la imagen del Crucifijo. Y pronto se creyó muy distinto del que había entrado, conmovido por desacostumbradas impresiones. A poco de encontrarse de tal modo emocionado, la imagen del Santo Cristo, entreabriendo los labios en la pintura, le habla, llamándole por su propio nombre: “Francisco, ve y repara mi iglesia, que, como ves, está en ruina”. Tembloroso el Santo, se maravilla en extremo y queda como enajenado, sin poder articular palabra…Y de tal suerte quedó grabada en su alma la compasión del Crucificado, que muy piadosamente debe creerse que las sagradas Llagas de la pasión quedaron muy profundamente impresas en su espíritu antes de que lo estuvieran en su carne» (II Vida Tomás de Celano p.I, c.1,10).
– «Algún tiempo después de su conversión, iba Francisco solo por un camino, cerca de la iglesia de Santa María de la Porciúncula, y lloraba en alta voz. Se le acercó un hombre muy espiritual y le preguntó: “¿qué te pasa, hermano mío?”. Y el Santo le contestó: “así debía ir, sin vergüenz alguna, por todo el mundo, llorando la pasión de mi Dios y Señor”» (Espejo de perfección cp. 7,92).
–Estando ausente Francisco de un capítulo de la Orden celebrado en Arlés, predicó San Antonio de Padua sobre el título fijado en la cruz de Cristo, y uno de los frailes «lleno de admiración vió allí con los ojos del cuerpo al seráfico Padre que, elevado en el aire y extendidas las manos en forma de cruz, bendecía a sus religiosos. Todos experimentaron en aquella ocasión tanta y tan extraña consolación de espíritu que en su interior no les fue posible dudar de la real presencia del seráfico Padre» (San Buenaventura, Leyenda de San Francisco 4,10). Muchos milagros de sanación hizo San Francisco trazando la señal de la cruz sobre los enfermos (ib. 12,9-10).
–«Rogaron por aquel tiempo a Francisco sus discípulos que les enseñase a orar… A ello contestó: “cuando oréis, decid: Padre nuestro, y también Adorámoste, Cristo, en todas las iglesia que hay en el mundo entero, y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo“» (II Vida Tomás de Celano p.I, c.18,45; cf. Testamento 4,5).
–Al final de su vida, enfermo y retirado en un eremitorio improvisado en el monte Alverna, alto, rocoso, abundante en fieras, San Francisco recibió los estigmas de la Pasión de Cristo, tan venerada, contemplada y amada durante toda su vida. «Nel crudo sasso intra Tevere ed Arno – Da Cristo prese l’ultimo sigillo – Che le sue membra due anni portarono». En el áspero monte entre el Tíber y el Arno – de Cristo recibió el último sello – que sus miembros llevaron durante dos años (Dante, Paraíso 11º canto). Según narra Tomás de Celano, compañero suyo, «el santo Padre se vió sellado en cinco partes del cuerpo con la señal de la cruz, no de otro modo que si, juntamente con el Hijo de Dios, hubiera pendido del sagrado madero. Este maravilloso prodigio evidencia la distinción suma de su encendido amor» (I Vida II, 1,90).
«Estando en el eremitorio del lugar llamado Alverna, dos años antes de que alma volara al cielo, vió Francisco, por voluntad de Dios, un hombre, como un serafín con seis alas, crucificado y con las manos extendidas y los pies juntos, que permanecía ante su vista… Se levantó, a la vez afligido y gozoso, y se preguntaba con ansia qué podía significar aquella visión. No acababa aún de penetrar su sentido, y apenas se había repuesto de la novedad de la visión, comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, idénticos a los que notara en el serafín alado y crucificado» (ib. 1,90)… Fue San Francisco el primer estigmatizado de la historia cristiana. Y «para que la honra humana nada se apropiase de la gracia recibida, se esforzaba por todos los medios a su alcance en ocultar tales maravillas» (ib. 3,96). Así vino a ser Francisco una epifanía de Jesús crucificado.
Con razón la Iglesia en la oración del ofertorio de la misa del Santo dice: «Al presentarte, Señor, nuestras ofrendas, te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz, al que se consagró San Francisco de Asís con el corazón abrasado en tu amor» (4 octubre).
San Buenaventura (+1274)
Franciscano, gran maestro de teología contemporáneo de Santo Tomás de Aquino. Fue el tercer General de la Orden, escribió una vida de San Francisco de Asís y un buen número de obras teológicas y espirituales. Es Doctor de la Iglesia.
«Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo; él, que es “la placa de expiación colocada sobre el arca de Dios” [Ex 26,34] y “el misterio escondido desde el principio de los siglos” [Ef 3,9]. Aquel que mira plenamente de cara esta placa de expiación y la contempla suspendida en la cruz, con la fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: “hoy estarás conmigo en el paraíso” [Lc 23,43].
… «Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones. Pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: “eso nos basta” [Jn 14,8]. Oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: “te basta mi gracia” [2Cor 12,9]; alegrémonos con David, diciendo: “se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi lote perpetuo” [Sal 72,26]. “Bendito sea el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: ¡Amén!” [Sal 105,48]».