Historias de nuestra Historia
Según la tradición oral, Santa Águeda era una hermosa joven virgen siciliana integrante de una familia distinguida que vivió en el siglo III. Ya sea Ágata en italiano, o Águeda en español, ambos nombres significan «la buena, la virtuosa», es una latinización del nombre griego Agathe, derivado de la palabra agathos «buena». Su fiesta Litúrgica se celebra cada 5 de febrero.
El documento donde consta su vida y martirio es la Passio Santa Agathae. Escrito en el siglo VI y basado en la tradición oral. La joven hacía honor a su nombre, había nacido en Sicilia (probablemente en Catania) alrededor del 230 d.C. y cuando tuvo uso de razón decidió conservarse siempre pura y virgen, por amor a Dios.
Ha sido, sin temor a exagerar, una de las santas más cantadas de la antigüedad por poetas, literatos y llevada a la pintura y escultura. En la misma liturgia romana tuvo el honor de ser venerada desde la más remota antigüedad como lo demuestra que fuera incluida en el antiguo Canon Romano.
El comienzo de sus infortunios
El procónsul Quintianus que era el gobernador de la isla, intentó conquistarla ya que era muy hermosa y de una familia distinguida.
Un día la vio y entabló con ella el siguiente diálogo:
– «¿De qué casta eres?», le preguntó el procónsul de Sicilia, a la joven Ágata.
– «Soy de condición libre y de muy noble linaje», contestó ella.
Inmediatamente quiso poseerla, según las Actas, se había enamorado de Ágata, «cuya belleza sobrepasaba a la de todas las doncellas de la época». Fue rechazado varias veces y ante la respuesta negativa de la joven, buscó la ayuda de Afrodisia, que regenteaba un prostíbulo. Juntos planearon que para poseer a Águeda, había que hacerle perder la pureza (ambos no sabían que era cristiana).
Es suficiente para quedar libres que arrojen unos granitos de incienso en los pebeteros que arden delante de las estatuas paganas o que participen de los manjares consagrados a los ídolos.
Así, el gobernador la hizo llevar con artimañas a una casa de mujeres de mala vida y quedarse allá por un mes, pero nada ni nadie lograron que quebrantara el juramento de virginidad y pureza que le había hecho a Dios. Cuenta la tradición que por más que lo intentaron no pudieron violentarla, ya que Águeda se defendió con uñas y dientes. El gobernador, asombrado por su resistencia, mandó que la llevaran a su mansión donde le prometió riquezas si se acostaba con él pero aún así siguió manteniendo su voto de castidad.
Por ese tiempo, asume el poder el emperador Decio tras eliminar al emperador Felipe (el árabe), amigo de los cristianos. Decio decidió perseguir a los cristianos, en lo que se conoce como la séptima persecución iniciada en el año 249. Muchos judíos encabezaban las turbas que capturaban cristianos para matarlos. En esta ocasión los mártires fueron innumerables; Fabiano, obispo de Roma, fue la primera persona que sintió la severidad de esta persecución. El difunto emperador Felipe era muy amigo suyo, y por tal motivo Fabiano fue arrestado y decapitado el 20 de enero del 250 d.C.
Quintianus recibe en Sicilia por el año 250 un edicto general en el Imperio, por el que se citan a los tribunales, con el fin de que sacrifiquen a los dioses, a todos los habitantes de cualquier clase y condición, hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, nobles y plebeyos. Es suficiente para quedar libres que arrojen unos granitos de incienso en los pebeteros que arden delante de las estatuas paganas o que participen de los manjares consagrados a los ídolos.
Al que se negara, se le privaba de su condición de ciudadano, se le desposeía de todo, se le condenaba a las minas, a las trirremes, a otros tormentos más refinados o a la esclavitud. Este era un método perverso para detectar a los verdaderos cristianos, ya que se negarían a adorar a los ídolos.
Ágata, como tantos cristianos de la isla, fue llevada ante el tribunal para que prestara también su sacrificio a los dioses. La joven, decidida y llena de fe y de confianza, se negó a realizar la ofrenda haciendo profesión pública de su fe en Cristo. Y fue llevada ante el gobernador. El procónsul le hizo ver los castigos que la esperaban si no cambiaba de opinión, sería tratada como una vulgar asesina, con la vergüenza que con ello vendría a su familia.
–«¿No comprendes, cuán ventajoso sería para ti el librarte de los suplicios?», le insinuó Quintianus que aún guardaba esperanzas de poseerla.
–«Eres tú el que debe cambiar de vida, si quieres librarte de los tormentos eternos», le respondió Ágata.
Herido en su orgullo, y en venganza, la envió a prisión y luego de un tiempo la mandó llamar, aunque Ágata volvió a rechazarlo «Cada día que pasa me doy más cuenta de que estoy en la única verdad y que Jesucristo es el único que nos puede dar la vida eterna. Él es el único que nos puede hacer salvos».
Desarmado ante tal fortaleza, Quintianus mandó que la sometieran al tormento de los azotes. Ágata se mantuvo firme en sus creencias, y ya despechado, y sabiendo que nunca sería suya, sin tener en cuenta los sentimientos más elementales de humanidad, ordenó que quemaran los pechos de la virgen, y se los cortasen después con unas tenazas. Es famosa la respuesta de la bella Ágata en esa terrible situación: «Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?».
Impasible, Quintianus la envió una vez más a prisión. Con enormes dolores fue arrojada al calabozo, donde a media noche se le apareció un anciano venerable, que le dijo dulcemente:«El mismo Jesucristo me ha enviado para que te sane en su nombre. Yo soy Pedro, el apóstol del Señor». Ágata curó milagrosamente y dió gracias a Dios.
Al encontrarla curada al día siguiente, Quintianus le preguntó:
«¿Quién se ha atrevido a curarte?». A lo que ella respondió: «He sido curada por el poder de Jesucristo». «¿Aún pronuncias el nombre de Cristo, si eso está prohibido?». Y la joven respondió: «Yo no puedo dejar de hablar de Aquél a quien más fuertemente amo en mi corazón».
La muerte de Águeda
Entonces, enfurecido, la mandó echar sobre llamas y brasas ardientes, y mientras se quemaba nuestra Santa, elevaba sus plegarias al cielo: «Oh Señor, Creador mío: gracias porque desde la cuna me has protegido siempre. Gracias porque me has apartado del amor a lo mundano y de lo que es malo y dañoso. Gracias por el valor que me has concedido para sufrir. Recibe ahora en tus brazos mi alma para que pueda cantar para siempre contigo en la gloria…». Y diciendo esto expiró en Catania, blanca y pura como había vivido. Era el 5 de febrero del año 250, otros dicen que fue el 251.
Oración a santa Águeda para pedir por el cáncer de mama
Valiente santa Águeda:
tu sufrimiento nos inspira a pedirte por los que sufren cáncer de mama.
Te encomendamos a (decir el nombre o los nombres) y te pedimos que intercedas por él / ella.
Desde tu hogar en la felicidad de la vida eterna
donde todas tus heridas han sido curadas y todas tus lágrimas han sido enjugadas,
ora por (decir el nombre) y por todos nosotros.
Pide a Dios que nos bendiga para alcanzar la salud y la recuperación.
Recordamos que fuiste víctima de tortura
y que has sufrido en primera persona la crueldad y la inhumanidad de los hombres.
Te pedimos por nuestro mundo.
Pide a Dios que nos ilumine para que podamos lograr la paz y la comprensión.
Que nos envíe su Espíritu de serenidad, y su socorro
para ayudar a compartir esa paz con quien nos encontremos.
Con lo que has aprendido en tu camino de dolor,
pídele a Dios que nos dé la gracia que necesitamos para permanecer santos en las dificultades,
sin que prevalezca nuestra ira o nuestra amargura.
Ora para que podamos ser más pacíficos y más caritativos,
y para que podamos crear, en el lugar donde estamos y el tiempo en que vivimos, un mundo de justicia y paz.
Amén.
2 comentarios en “Santa Águeda. Ni halagos ni amenazas, nada puede contra una Esposa de Cristo”
Extraordinario historia…
Infinitas gracias e infinitas bendiciones. maravilloso artículo. Dios contigo y con todos y cada uno de tus seres queridos. Paz y bien. Cristo te ama y cuenta contigo. Recibe La Bendición Maternal de La santísima Virgen María, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.