La Realeza de Cristo

¿Qué entendemos por la «Realeza de Cristo»? ¿Cuáles son los derechos de Cristo a la realeza? Pensemos que la festividad de Cristo Rey que pone de manifiesto una gran verdad: Cristo seguiría siendo nuestro Rey, aunque nunca lo hubiese dicho, porque tiene verdaderamente derecho a la realeza. ¿Tiene cabida el Rey del Universo en nuestra sociedad?
La realeza de Cristo

Cristo es nuestro Rey, porque es nuestro Redentor y nuestro Dios. Como Redentor, compró sus derechos sobre nosotros a muy alto precio. «Fuisteis rescatados…, no con algo caduco, oro o plata…, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero inmaculado y sin tacha» (I Pedro 1,18-19). Nuestro Señor Jesucristo nos compró «a gran precio» (I Cor 6,20), de suerte que nuestros cuerpos han llegado a ser miembros de Cristo (I Cor 6,15).

Cristo es nuestro Dios es «el único Soberano, el Rey de los reyes y Señor de los señores» (I Tim 6,15). Dios tiene derechos sobre nosotros. Y fijaos: la promulgación de los derechos de Dios es la primera proeza que hizo Nuestro Señor Jesucristo al bajar a este mundo, al hacer que los coros angélicos proclamasen la gloria de Dios en la noche de su nacimiento.  

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La primera revolución que se hizo en el mundo, llevada a cabo por Adán y Eva en el Paraíso e inspirada por Satanás, no fue otra cosa que la proclamación de los derechos del hombre contra los de Dios. Los mismos fines han perseguido muchas otras revoluciones, como la Revolución francesa.

Por esto, la Redención comenzó haciendo todo lo contrario, promulgando por encima de todo los derechos de Dios. Dios es mi Señor, mi Soberano absoluto. Pero no sólo sobre mí ejerce su derecho de soberanía. Es también Señor de la familia, de la escuela, de los organismos públicos, de los medios de comunicación social, de los sitios de diversión, en definitiva: ¡Señor de toda la sociedad!

Si Cristo es nuestro Dios, por tanto, es nuestro Rey.

Aceptar de nuevo este hecho, haced que lo vivan las almas, tal es el significado sublime de la nueva festividad de Cristo Rey. Para esto se instituyó, para que los cristianos pongan de manifiesto que Dios tiene derechos sobre el hombre, y el hombre tiene obligaciones para con Dios: Si Cristo es nuestro Dios, por tanto, es nuestro Rey. Además, la realeza de Cristo está en concordancia con el espíritu del Evangelio, tal como lo ponen de manifiesto muchas citas de la Sagrada Escritura. En el Salmo 2° ya se anuncia que Cristo es consagrado «por el Señor rey sobre Sión, su santo monte», y recibe «las naciones en herencia y su dominio se extiende hasta los extremos de la tierra».

Jeremías dice Cristo «reinará como Rey, y será sabio, y gobernará la tierra con rectitud y justicia» (Jer 13,5).

En la Anunciación, el Ángel Gabriel dice a la Virgen Maria: «Será grande y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor Dios dará el trono de su padre David y reinará en la casa de Jacob eternamente, Y su reino no tendrá fin» (Jn 32-33).

Y recordemos sobre todo el diálogo entre Pilatos y Nuestro Señor Jesucristo: «¿Luego Tú eres Rey?», pregunta el procurador romano. Y el Señor le contesta con dignidad real: «Rex sum ego!» «¡Yo soy Rey!» (Jn 18,37).

Es verdad que antes había dicho: «Mi reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habria combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18,36).

¿Qué es lo que Jesucristo quiere decir con tales palabras? Cristo es Rey, pero no adquiere sus derechos a fuerza de armas y dinamita; «envaina tu espada» (Mt 26,52), dijo a Pedro.

Quiere ser Rey de nuestra alma, Rey que gobierna nuestra voluntad —El es el «camino»—, nuestro entendimiento —El es la «verdad» —y nuestros sentimientos. El es la «vida»—. Sí: Cristo-Rey es «el soberano de los reyes de la tierra» (Apoc 1,5), quien «tiene escrito en su vestidura y en el muslo: Rey de los reyes y Señor de los señores» (Apoc 19,16). El Padre le constituyó «heredero universal de todas las cosas» (Heb 1,2), y por esto, El «debe reinar hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15,25).

Así vemos que la Sagrada Escritura pregona explícitamente la realeza de Cristo. Podríamos aducir aún otras citas, pero principalmente me llaman poderosamente la atención dos frases del Señor. ¿Cuál es la primera frase? Una frase muy conocida, y muy repetida del Señor: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35; Mc 13,31). ¡Qué frase más impresionante! Fijémonos en el contexto. Era de noche. El Maestro estaba sentado con sus discípulos en la ladera del monte de los Olivos… Frente a ellos, el monte Moriah, coronado por el templo de Jerusalén. Estaban descansando, después de una pesada jornada… Uno de los discípulos apunta con orgullo al templo: Maestro, mira qué piedras y qué edificio más magnífico. Y el Señor le responde: «¿Veis todo esto? Yo os aseguro no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida.» Pedro y Santiago, Juan y Andrés le llevan aparte y le preguntan: «Maestro, ¿cuándo sucederá esto? Y ¿qué señal habrá de que todas estas cosas estén a punto de cumplirse?»… Es la pregunta que esperaba el Salvador. Era una noche tranquila…; en torno del pastor estaba atenta la grey. Y el Señor empezó a hablarles. ¡Qué persecuciones habrán de sufrir por su fe! Pero de antemano les advierte que ellos no deben turbarse.

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. No hay frase que exprese mejor la realeza de Cristo.

Después les habla de la destrucción del templo de Jerusalén. Y finalmente y con mucha suavidad pasa a la catástrofe final, y saca la moraleja, por la cual había dicho todas estas cosas: Todo, todo lo que veis en el cielo y en la tierra perecerá: No hay más que una sola cosa que resiste triunfalmente a la destrucción de los siglos: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. No hay frase que exprese mejor la realeza de Cristo. Más de veinte siglos han pasado desde que pronunció tal profecía, y, una tras otra, se han cumplido sus palabras. Hubo varios de los Apóstoles que pudieron ver todavía la destrucción de Jerusalén. Pereció el imperio griego: el tiempo lo barrió. Pereció el colosal imperio romano, que, por decirlo así, contenía todo el mundo conocido. Lo mismo le pasó al Sacro Imperio romano, que se partió en trozos. Igual sucedió con el imperio de Napoleón, que abarcó prácticamente toda Europa. ¿Y al final?… Napoleón acabó desterrado en un islote... Y sucedió lo mismo en los tiempos que precedieron a Jesús. Pacientes excavaciones han sacado a la superficie antiguas ruinas: las de Babilonia, Alejandría… Pueblos, naciones, individuos, nacieron, crecieron y pasaron por el escenario de la Historia…

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¿Qué cosa nos dicen los antiguos imperios en ruinas? El cielo y la tierra pasan: las palabras de Cristo-Rey no pasarán. ¿Qué sucedería si el Señor apareciese hoy entre nosotros y nos llevará a un promontorio desde donde nos enseñase una de las ciudades más populosas del mundo? Hace una hermosa noche, y yo le digo con orgullo al Señor: «Mira, Señor, cuántos magníficos edificios…, el Parlamento, las iglesias, los bellos monumentos… Mira qué iluminados se ven… Mira los grandes estadios y centros de diversión, cómo se agita la muchedumbre…» Y dice el Señor: «Todos estos hoteles, palacios, monumentos, museos, tan magníficos…, todo, todo perecerá; de todo esto no quedará más que el recuerdo…, aún más, ni siquiera el recuerdo se conservará.» Y al oír tales palabras, exclamamos con sorpresa: «Señor, no puede ser. Tanto trabajo ha costado…» Pero así ha pasado a lo largo de la historia.

Hay otra frase del Señor que también me cautiva enormemente. La frase es ésta: «Me ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra…» (Mt 28,18), tal es así que ha podido llegar a decir: «Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia Mí» (Jn 12,32). ¡Oh Señor! ¿Cómo has podido decir semejante cosa? Parece que no piensas según la prudencia humana. Ya que, humanamente hablando, ¿qué es lo que podías esperar? Tenías ante Ti la cruz, la plebe llena de odio, y sólo te seguían doce pescadores vulgares… ¿Y éstos son los que han de extender tu reino? Veamos qué se hizo de la doctrina de Cristo. ¡Cómo fue realizándose, palabra por palabra, cuanto anunció Jesús! El grano que Jesucristo sembró creció sin parar: Samaria, Cilicia Capadocia, Frigia, Atenas, Roma, todos los pueblos acaban poniéndose al lado de Cristo. Después los pueblos bárbaros inclinan su dura cerviz bajo el yugo de Cristo… Siguen nuevos descubrimientos: marinos valerosos llevan la cruz a las orillas del Misisipi, a la región del Ganges, a los descendientes de los incas, a las tribus del Río de la Plata, a los dominios de China y del Japón, a las islas del mar del Norte, a las regiones del Polo Sur… Por todas partes se entona el mismo himno: «Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos…»

Realmente, por toda la Tierra ondean los estandartes del Rey. Realmente, fue levantado en alto y nos atrajo hacia Sí. ¿Y si después de contemplar el pasado echamos una mirada a la situación actual? ¿Dónde hubo en la Historia universal un hombre, un soberano, que tuviera tantos vasallos como Cristo? ¿Un dominio tan extenso, que abarca países y continentes? ¿He de hacer mención de César, de Alejandro Magno, de Carlos V, de 20 Napoleón? Pero los dominios de estos no son más que montoncitos de arena si los comparamos con los de Cristo. ¿He de recordar la marcha triunfal del gran Constantino? Pero no es más que un paseo de niño si la comparamos con las multitudinarias procesiones de los Congresos Eucarísticos Internacionales, en que desfilan unidos hijos de todas las naciones del orbe, chinos y americanos, esquimales, negros, húngaros, italianos, españoles, alemanes, franceses, ingleses, y todos nos postramos con la misma fe ante Cristo-Rey.

Dime un solo fundador de religión cuya doctrina haya librado tan duras batallas como la de Cristo.

Y no olvidemos los grandes obstáculos que se oponían al triunfo de Cristo. ¡La exigente moral cristiana! Las enormes trabas que han puesto los judíos, paganos, turcos, incrédulos, socialistas, masones… Diplomacia y violencia, astucia y mañas, falsa ciencia y mala prensa… desde hace dos mil años hacen todo lo posible por vencer a Cristo. Amigo lector: dime un solo fundador de religión cuya doctrina haya librado tan duras batallas como la de Cristo. No tiene más que doce Apóstoles, hombres sencillos. El Viernes Santo aun éstos se asustan y se turban… Pero llega Pentecostés y sus discípulos ya se cuentan por millares.

Herodes ejecuta a Santiago, los apóstoles tienen que salir huyendo de la persecución y, sin embargo, el Cristianismo comienza a extenderse. Contra él se lanza el perseguidor más enfurecido…; pero pronto Saulo se transforma en Pablo, que enseguida gana para Cristo todo el Asia Menor. En Roma empiezan las persecuciones: la sangre de los cristianos se derrama por doquier…, y, al final, el Cristianismo llega a conquistar Roma y mediante ella se convierte toda Europa. En Francia Voltaire da la orden: Écrasez l’infâme!: «¡Aplastad al infame!», refiriéndose al Cristianismo. Pero no lo consiguen; antes al contrario, el Cristianismo se propaga por el Nuevo Mundo y por los demás continentes… ¡Y cómo! No hay poder, astucia, fuerza capaz de cerrarle el paso.

Es la marcha triunfal de Cristo Rey. «Cuando Yo sea levantado en lo alto, todo lo atraeré a Mí.» ¡Todo lo atrae! ¡Y con qué fuerza! ¡Con qué amor somete los corazones!

Sí, Cristo tiene derecho sobre nosotros, tiene derecho a la realeza. Y por este motivo, el día de Cristo Rey no ha de ser tan sólo una festividad de la Iglesia, sino también de toda la nación, de toda la Humanidad: «En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos», leemos en los Hechos de los Apóstoles (4,12). Por eso el Santo Padre Pio XI añade con todo derecho: «Él es quien da la prosperidad y la felicidad verdaderas a los individuos y a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos».

Está comprobado. Sin Cristo nada podemos. Vamos a Él y con Él venceremos.

CONCEPTO DE LA REALEZA DE CRISTO

Cuando instituyó Pío XI esta nueva festividad, lo hizo pensando en el bien que traería al mundo entero.

Al hacerlo, el Papa hizo constar explícitamente que lo que esperaba de la misma era una «renovación del mundo». Tenía una tristísima experiencia. La guerra mundial se terminó con un tratado de paz, para el cual no se pidió la colaboración del Papa. ¡Funestos «pactos de paz» aquellos en que ni siquiera se menciona el nombre de Dios! Y continúan las asambleas por la paz, pero nadie pronuncia el nombre de Dios

¡De ahí los resultados que vemos! No vivimos en paz y no estamos tranquilos. Nuestro mal está justamente en que no somos lo bastante cristianos.

El Papa es precisamente el vigía en la atalaya del Vaticano, a él incumbe mostrar el camino. Es el que mejor conoce cómo está la salud espiritual del mundo. ¿Qué es lo que nos está diciendo el Papa al publicar la festividad de Cristo Rey? ¿No tenéis paz? No la tenéis porque la buscáis por caminos errados. Prescindís de Cristo, cuando El es el punto céntrico de toda la Historia. Se ha desencadenado la peste en el mundo, la peste que destruye las conciencias y la vida moral. ¡Hombres! ¡Esta peste está corrompiendo el mundo! ¡Os contagiáis cuando desterráis de vuestra vida a Cristo! De seguir así, pereceréis…

Y lo que más prueba cuánta razón asiste al Santo Padre es el hecho de que nosotros ni siquiera nos asustamos al oír su grito de alarma. ¡Qué poco se habla de ello en los medios, en las reuniones, en las conversaciones…!

¿Sucede realmente así? ¿Dónde se habla de ello? En ninguna parte. Y esto precisamente demuestra lo gravemente enferma que está la sociedad. Desde el más alto puesto se nos llama la atención sobre la enfermedad mortal que padecemos y ni siquiera nos asustamos, no movemos ni un dedo.

A este respecto, me acuerdo de un caso curioso. Un médico experimentado llevó a sus jóvenes alumnos a una gran sala del hospital; los colocó en medio de la misma y les dirigió esta pregunta: «Díganme ustedes desde aquí, de lejos, ¿cuál es el enfermo más grave?» No atinaban a saberlo y nadie se atrevía a contestar. ¿Cuál?… ¿No lo saben? Pues bien, miren allí, en aquel rincón, aquel hombre que está lleno de moscas. Es él. Porque si un enfermo sufre con tranquilidad, con apatía completa, que las moscas se posen sobre su cara, es señal de que ya se acerca su fin…»

La enfermedad de la sociedad no puede ocultarse por más tiempo; aparecen ya las úlceras gangrenosas; pero nadie cambia de postura, nadie se asusta…

La peste actual obra de distinta manera. Sus bacilos enrarecen el aire en torno de Cristo y no permiten que en la vida pública seamos católicos.

Pero ¿dónde está el mal?, me preguntará tal vez alguno. ¿Es que acaso se persigue a la Iglesia? ¿Es que no hay libertad religiosa? ¿Es que le espera al creyente el cadalso o la cárcel? No, ya no existen tales persecuciones, como la de los antiguos Nerones y Dioclecianos. La peste actual obra de distinta manera. Sus bacilos enrarecen el aire en torno de Cristo y no permiten que en la vida pública seamos católicos.

El mundo es un libro inmenso; cada criatura, una frase del mismo; el autor, la Santísima Trinidad. Todo libro gira alrededor de un tema fundamental; si quisiéramos resumir en una sola palabra el pensamiento fundamental del mundo, habríamos de escribir este nombre: ¡Cristo! Ahora no lo vemos aún con toda claridad; tan sólo lo comprenderemos cuando aparezca en el cielo la señal del Hijo del Hombre… Entonces veremos sin nubes y neblinas que El fue el alfa y el omega, el principio y el fin, el centro y la meta. Pero aunque ahora no lo veamos con claridad, creemos; creemos que donde falta la señal del Hijo del Hombre, allí reina la oscuridad, allí se eclipsa el mundo espiritual. ¡El Sol se eclipsa para las almas!

«¡Pero confesamos a Cristo! Nos consideramos católicos», me dirás acaso, amigo lector. Sí: quién más, quién menos. Pero ¡son tan pocos los que viven a Cristo! Cristo es Rey en mi corazón, es verdad; Cristo es el Rey en mi hogar, es cierto, ¡pero no basta! Cristo es Rey… también en la escuela, en la prensa, en el Congreso, en la fábrica, en el municipio…

Pero en la vida pública, ¿dónde impera la Cruz de Cristo? No la vemos.

Pasemos nuestra mirada por el mundo: ¿Dónde impera la Santa Cruz de Jesucristo? La vemos en los campanarios de las iglesias, en algunas escuelas, sobre la cama de algunos católicos. Pero en la vida pública, ¿dónde impera la Cruz de Cristo? No la vemos.

Una noche fría, una noche sin Cristo envuelve las almas. Cristo, aun para muchos de los que fueron regenerados por el santo bautismo, no es más que un vago recuerdo que no influye apenas en sus vidas.

¿Comprendes, pues, cuál es el objetivo de la nueva festividad? Hacer patente esta terrible verdad: que Jesucristo, el Sol del mundo, no brilla en este el mundo. Nadie persigue la religión de Cristo. Pase; pero «no hay lugar para El» en ninguna parte. ¡Cómo suena para nosotros esta frase: «no hay lugar para El»!… ¿Dónde la hemos oído? Ah, sí… La noche de Belén: allí tampoco hubo nadie que persiguiese a Jesús…; sólo que las circunstancias políticas, sociales y económicas eran tales, que no hubo lugar para El. Hoy no se persigue, acaso, a Cristo, pero… «no hay lugar para El». ¿En dónde se puede hallar hoy a Cristo? Tan sólo en la iglesia. Pero esto no
basta. El nos lo pide todo, porque le pertenece. En el momento de salir de la iglesia ya no tenemos la impresión de vivir entre cristianos. Cristo es Rey, pero le hemos despojado de su corona, y así no puede reinar.


Extraído del I y III capítulo del libro «Cristo Rey», Tihamer Toth

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2 comentarios en “La Realeza de Cristo”

  1. Guao!!! Que escrito más bello, pero realidad en nuestras vidas. No hay lugar para Cristo, nosotros hemos usurpado su lugar. Hoy el centro de nuestras vidas somos nosotros mismos; con nuestro egoismo, nuestro orgullo, nuestra vanidad, etc. El mundo está como está porque sin Cristo, la vida y el mundo son un desastre. Gracias por este bello mensaje, tal vez asi reaccionamos….

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