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«Honra a tu Padre y a tu Madre»

La redacción del cuarto Mandamiento revela una profunda sabiduría cristiana. No dice: «Ama a tu padre y a tu madre», sino «honra». Has de ser, por tanto, un padre digno, que merezcas ser honrado por tu hijo, y que pueda éste ponerte por modelo. En cualquier momento, en cualquier circunstancia que te mire, ha de sentir por ti gran admiración.
«Honra a tu Padre y a tu Madre»

De la dignidad paterna

Los Mandamientos del Decálogo se suelen dividir en dos grupos según su contenido, en un grupo de tres y otro de siete. Los tres primeros Mandamientos prescriben las obligaciones del hombre para con Dios — adoremos a Dios, honremos su santo nombre y santifiquemos el día del Señor—.

Humanamente hablando, la legislación del Smaí habría podido ceñirse a estos tres Mandamientos. Con ellos Dios tenía, por así decirlo, asegurados sus propios derechos… 

Pero Dios nos da una prueba de su gran amor, no contentándose con las tres primeras leyes que defienden su propia dignidad, sino promulgando también un grupo especial de siete leyes más, que ya no defienden sus derechos, sino que regulan las obligaciones de los hombres entre sí.

En ello puede verse la gran distinción que nos hace. Dios promulgó en la misma ocasión y con la misma fuerza obligatoria las tres primeras leyes que defienden sus propios derechos, y las otras siete que hacen posible la convivencia humana. Así lo declara Dios: No puede amar a Dios quien no sabe amar al prójimo. Este hecho pregona lo que más tarde expresó con las más claras palabras Nuestro Señor Jesucristo: «Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27).

El segundo grupo de las leyes del Decálogo regula las relaciones del hombre con su prójimo. Y como quiera que los más cercanos son los padres, es muy natural que en el frontispicio del segundo grupo, en el cuarto Mandamiento, se trate de regular las relaciones entre padres e hijos.

El cuarto Mandamiento no solamente obliga a los hijos para con los padres, sino que obliga del mismo modo a los padres para con los hijos.

Aún más: el cuarto Mandamiento impone obligaciones a los empleados para con sus señores y a los señores para con sus empleados; impone obligaciones al estudiante y al maestro; al obrero y al patrono; a los súbditos ya los superiores. Así, resulta de una importancia vital este Mandamiento.

I. Cómo ensalza Dios la autoridad de los padres

No se puede poner en tela de juicio que Dios en el cuarto Mandamiento defiende en primer lugar el respeto y la autoridad de los padres.

Pero ¿es necesario defenderlos de un modo especial?, podrá preguntar alguno. Las relaciones entre padres e hijos son tan íntimas, tan naturales, que no pueden concebirse lazos más estrechos. Mira los pájaros, ¡con qué esmero revolotea la madre sobre el nido de sus pequeños que pían! Mira los grandes sacrificios son capaces de hacer los padres por sus hijos. Mira la confianza indecible con que un niño tiende sus brazos hacia su madre. ¿No bastan estos lazos naturales? ¿Es preciso estrecharlos más?

No bastan. Y para comprenderlo, es menester echar una ojeada a los principios o fundamentos de la autoridad.

Dónde viven juntas varias personas es preciso que haya orden. Esto está claro. Pero, ¿en qué debe consistir este orden? En que haya quien mandé y quien obedezca. Al que manda le llamamos depositario de la autoridad; en la vida económica será una autoridad económica; en la Iglesia, la autoridad eclesiástica; en el Estado, el poder civil. Autoridad y obediencia son dos conceptos complementarios: si miramos hacia arriba, vemos autoridad; si hacia abajo, obediencia. Y cuando tambalea entre los hombres el respeto que se debe a estas dos realidades, entonces se conmueven las bases de la vida social.

La autoridad es necesaria: sin autoridad no hay sociedad. Y añado aún una afirmación de capital importancia: no puede haber autoridad sin Dios. En efecto, el que recibe órdenes de otro, puede preguntar con todo derecho de dónde proviene la autoridad con que se le manda. Porque el padre y la madre son hombres, como los hijos: ¿de dónde les viene la autoridad para mandar a sus hijos? El sacerdote, el juez, el diputado, el ministro; el presidente, son hombres, como sus subordinados: ¿con qué autoridad mandan a los demás?

Y no se diga que «porque son más viejos, más prudentes, más instruidos». Aunque yo sea más joven, menos instruido, más pobre…, no dejo de ser hombre, hombre como ellos; y por esto no tienen derecho los que mandan a exigir que yo haga lo que quieran ellos. Puede ser que tú seas fuerte y yo débil, mas ello no te da derecho a que me mandes tú, que eres hombre como yo. Quizá parezca un poco extraño, pero he de consignarlo, porque así es: si la autoridad no tuviera otra base que ésta: «soy más fuerte, más prudente, más viejo; por tanto, ¡obedece!», entonces —y no se escandalice nadie— tendrían razón los anarquistas cuando dicen que todos los hombres son igualmente libres; por tanto, «al que quiere mandar como un tirano, yo lo elimino…, ¡perezcan todos los gobiernos y todos monarcas!»

Así, como suena, es muy cruda la cosa. Pero así sería, si sobre la autoridad —y en ello estriba el profundo significado del cuarto Mandamiento— no brillara una luz sobrenatural: la voluntad de Dios, la Ley de Dios. Hay que ponderarlo bien: ¡un hombre obedece a otro hombre! No es cosa baladí; porque yo también sostengo que el hombre sólo conserva su propia dignidad sometiéndose a la voluntad de otro, si lo hace por obedecer a Dios. Podría obedecer por temor, podría cumplir la voluntad de otro hombre por adulación, por cálculo, por astucia, por afán de lucro; pero estos motivos son indignos del hombre.

¡Ojala nunca olvidasen los padres que su autoridad viene de Dios! Y ¡ojalá toda la vida de la familia se fundara en esta base tan santa!

Por esto es un método erróneo de educación prometer juguetes, dulces, muñecas… y qué sé yo cuántas cosas más, a los niños traviesos para que obedezcan. No; lo que con esto se logra no es obediencia, sino mercantilismo, transacción comercial. La obediencia consiste en hacer lo que se manda, porque en la persona del superior se ve la autoridad de Dios: el hijo la ve en los padres, el alumno en el profesor; el aprendiz en su maestro; el ciudadano en el poder estatal. O la autoridad —también la paterna— se remonta a Dios, o no tiene ningún fundamento y se viene abajo.

¡Ojala nunca olvidasen los padres que su autoridad viene de Dios! Y ¡ojalá toda la vida de la familia se fundara en esta base tan santa!

Cuando el orden social cruje y se tambalea, y aumenta la corrupción y la delincuencia, ¿qué crees que salvará a la sociedad? ¿Las leyes humanas? ¿Las medidas sociales? ¿El mejoramiento de las condiciones del obrero? Sí; todas estas cosas son necesarias; pero no pueden salvar la sociedad.

¿Qué es lo que la salvará? ¿Partidos políticos? ¿Grandes discursos? ¿Desfiles? No podrán salvarla. El remedio es éste: robustecer la vida familiar, renovarla sobre bases cristianas. Necesitamos padres, necesitamos madres como los quiere el cristianismo. Hay muchos hombres entre nosotros, pero ¡no hay padres!

Hay mujeres, señoras, esposas entre nosotros; pero ¡no hay madres! Dadnos padres cristianos y madres cristianas, y salvaremos este mundo en ruinas.

Cómo han de ser los padres?

La misión del padre y de la madre, según el sentir cristiano, sigue inmediatamente a la del sacerdote. Es un deber tan alto el suyo, que para su cumplimiento Nuestro Señor Jesucristo instituyó un sacramento especial.

Para Jesucristo sólo hay dos misiones de importancia tan vital que merezcan y necesiten la gracia especial del sacramento. No hay un sacramento instituido para los políticos; no lo hay para los profesores, para los médicos, los jueces, los abogados; pero sí para los sacerdotes y para los padres.

Padre de familia, medita lo que significa ser padre

Significa: ser la cabeza de la familia. ¿Cómo? Siendo realmente responsable de tu familia, sacrificándote por ella.

Pero —me dirá tal vez alguno— ¿es necesario inculcarnos estas ideas? ¿No trabajamos nosotros por la familia aportando todo nuestro sueldo para sostenerla?…Sí, trabajas en la fábrica, en la oficina, en el Banco, en el taller…, trabajas por tu familia. Pero en casa…, ¿trabajas también?

—Por supuesto… hasta me llevo trabajo a casa de la oficina para que no se me acumule… Incluso trabajo para otra empresa algunas horas para ganar más….
—No me has entendido. La familia no necesita tan sólo de tu dinero; al niño no le basta tener juguetes, ni a tu esposa dinero para comprar cosas.

El niño necesita de un padre que se preocupe de él y se interese por sus cosas; la esposa necesita de un marido que ame su hogar. Tal vez te matas por tu negocio, pero no tienes tiempo para tu esposa, para mostrarle que la amas… Dime: ¿qué importa que te vayan bien los negocios, si el niño es un maleducado? ¿De qué sirve haber comprado una casa con tus sudores, si tu esposa, de quien no te preocupas, se va alejando cada día más de ti, y si en su abandono, busca cariño en otra parte?

Y tú, madre, medita también ¡qué significa ser madre! Dadnos madres, madres abnegadas, que sepan educar a sus hijos…, y salvaremos el mundo.

¡Dadnos madres! El mundo actual, los medios de comunicación, sólo hablan de los magnates de la Bolsa, de las figuras del deporte, de la «pantalla», de la moda, del la salud. Sin embargo, no son éstas las verdaderas grandezas.

Los héroes verdaderos son los héroes de la vida cristiana. Nuestras heroínas son las madres conscientes de su deber, aquellas madres responsables que el mundo no aclama, que pasan desapercibidas, pero que se entregan de lleno a su familia.

Nuestros héroes no son los campeones del salto de altura, de las carreras de motos; nuestras heroínas no son las estrellas de cine, sino las madres que velan por la noche a la cabecera de su hijo enfermo; las que, viudas, con muchos hijos, no se amilanan por las dificultades que se conjuran contra ellas; las que saben si rezan o no sus hijos, y cuántas veces van a confesarse y a comulgar; las que por la noche hacen repetir la lección a sus hijos, aunque no entiendan una palabra del libro de texto.

Así es el corazón de las madres. Fíjate, detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer que supo educarlo.

¡Oh!, el amor materno es inagotable. El mismo Dios, que en la Sagrada Escritura quiere darnos a entender cuánto nos ama, pone a la madre como modelo: ¿Puede la mujer olvidarse de su niño, sin que tenga compasión del hijo de sus entrañas? Pero aun cuando ella pudiese olvidarlo, yo nunca podré olvidarme de ti (Is 49,15), dice el Señor.

¡El amor materno es inagotable! Cuenta una leyenda que un día cayó preso un joven en las redes de una mujer seductora, que le habló de esta manera: «Demostrarás que me amas de veras si me traes el corazón de tu madre para que sirva de alimento a mi perrito». Y el obcecado hijo mató a su madre… Y se llevó su corazón…; y cuando se lo llevaba para el perrito, tropieza por el camino y cae. El corazón de la madre rueda lejos. Y este corazón, el corazón materno, que chorrea sangre, el corazón de la madre asesinada, dice temblando: «Hijo mío, ¿te has hecho daño?»

Así es el corazón de las madres. Fíjate, detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer que supo educarlo.

II Cómo rebajan los Padres su propia dignidad

Desde que Caín hizo befa de su padre, muchos hijos hicieron lo mismo con los suyos; desde que Absalón levantó las armas contra el que lo trajo al mundo, muchos hijos clavaron dardos de amargura en el corazón de sus padres; y desde que Dios castigó al sumo sacerdote Helí, por la excesiva suavidad con que trataba a sus hijos malos, muchos padres hubieron de sufrir por sus hijos. Es una verdad de todos los tiempos. Pero acaso la Humanidad jamás ha visto tantos padres que se quejan ni tantos hijos que se rebelan, tantas crisis de autoridad en todos los ámbitos de la sociedad como hoy en día.

Vienen madres llorando porque su hija, ya crecidita, les contesta groseramente. Vienen padres, cuyo hijo los trata con desprecio. Vienen maestros que se quejan de la familia, porque los niños, excesivamente mimados en casa, no toleran la disciplina de la escuela. Y allí está el hogar, que a su vez, se queja de la escuela, porque sus hijos aprenden cosas malas, que en casa nunca habían visto.

Todo el mundo se queja, todo el mundo busca la causa del mal. Y ¿sabes cuál es la causa? Que muchos padres y superiores se han olvidado de la autoridad que Dios les ha conferido para cumplir su función. Los padres son los lugartenientes de Dios en la educación de sus hijos.

A menudo son los mismos padres los que prescinden de la autoridad que les dio Dios. ¿Sabes por qué no cumplen muchos hijos el cuarto  Mandamiento? Porque muchos padres no cumplen los demás mandamientos. Y aquí todo se concatena, aquí no se puede escoger.

Hay padres que hacen con el Decálogo lo que con el Padrenuestro. La primera parte no les interesa: «Santificado sea el tu hombre, venga a nosotros tu reino»… Esto no, esto no me interesa. Pero en cuanto se trata de sus propios intereses: «Danos hoy nuestro pan de cada día»… ¡Ah!, entonces, sí, esto ya vale la pena. Y así hacen también con el Decálogo: Adora a Dios, respeta su santo nombre, santifica las fiestas. Esto no interesa. Pero el cuarto Mandamiento; ¡ah!, éste sí, éste sí quieren que se cumpla; a todos los padres les agrada tener hijos obedientes y buenos.

¡Quieren el fruto sin el árbol! ¡Quieren cosechar sin haber sembrado! Pero no es posible. Porque Dios es el Dios del orden. ¿No vemos en la sublime armonía del Universo las leyes del orden, de la precisión, de la medida! Cada brizna de hierba, cada granito de arena tiene su puesto. Y de un modo análogo, cada ley del Decálogo tiene su puesto y su importancia, y nada puede borrarse de él ni ser tratado con regateos.

Una madre se quejaba, desesperada, de su hijo, que tenía treinta y ocho años de edad: «No me tiene respeto, me trata con una grosería espantosa, me vitupera de continuo, despilfarra todos su dinero…» A mí me hubiese gustado consolarla. Pero ¿quién puede consolar un caso así sino Dios? Le pregunte: «Señora, ¿suele usted ir a confesarse y a comulgar? Me mira… «No. No he ido desde mi boda».

Tiene un hijo de treinta y ocho años de edad, ¡y ella no ha ido a confesarse desde que se casó! Así cumple la Ley de Dios; y se queja porque su hijo no guarda el cuarto Mandamiento y no honra a su madre. ¡A su madre, que es la primera en no respetar los Mandamientos de Dios!

No nos forjemos ilusiones. El niño no es tonto y se da cuenta que los domingos su padre, en vez de ir a la iglesia, se va al bar con los amigos, y su madre tampoco acude, pues se va de visitas. ¿Por qué va a cumplir él el tercer Mandamiento, si sus padres no lo cumplen? ¿Y por qué les va a obedecer, cumpliendo el cuarto mandamiento, si ellos no cumplen el tercero?

¡Y no puedes regañarle! Porque ¿con qué derecho exiges que tu hijo que te respete a ti, su padre terreno, si tú no respetas a Dios, tu Padre celestial?

Padres, si Dios te invistió de autoridad, no abdiques de ella.

* * *

La redacción del cuarto Mandamiento revela una profunda sabiduría cristiana. No dice: «Ama a tu padre y a tu madre», sino «honra». Has de ser, por tanto, un padre digno, que merezcas ser honrado de tu hijo, y que pueda éste ponerte por modelo. En cualquier momento, en cualquier circunstancia que te mire, ha de sentir por ti gran admiración.

Dichoso el joven que al recordar a sus padres, los tiene siempre como modelos, porque tal recuerdo bendito será para él como un ángel custodio en los momentos de la tentación, aun cuando sus padres hayan muerto hace años. ¡A cuántos hombres el recuerdo de su madre fallecida les libro de caer en la tentación, en un momento de vacilación!

Volvamos a darnos cuenta de la sublime enseñanza del cuarto Mandamiento. Al modo de pensar de aquellos padres que se consideraban representantes de Dios. A los padres responsables que eran conscientes de que la suerte terrena y eterna de sus hijos dependía en gran parte de su vigilancia y esfuerzo.

La mayor alegría que pueden sentir los padres es ver que sus hijos son felices, no sólo en este mundo sino en el otro. Es cierto que la dicha substancial de la vida eterna consistirá en sentir el amor infinito de Dios, pero hay también una dicha accidental, y seguramente será el ver a sus hijos a su lado, alabando la gloria del Señor. Es la dicha de haber contribuido a su salvación.

¡Señor! Danos padres que, respetando en sí mismos la dignidad les has conferido, lleguen, juntamente con sus hijos, a la visión beatífica de la eternidad.

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1 comentario en “«Honra a tu Padre y a tu Madre»”

  1. Con respecto al párrafo 14, el más largo, no me gusta lo que pone en negrita, y además me gustaría que se pudiera expresar que entre las personas al hacer cualquier actividad siempre surge más bien una que manda, porque a lo que se obedece es a la Verdad, a Dios, y creo, si no me equivoco, que en esto también está comprendida la obediencia a Dios; igual que si alguien te dice una verdad en un momento determinado.

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