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San José, figura de Dios Padre

Es notorio cómo José estaba siempre a la escucha, no aferrándose a sus iniciativas sino pendiente de la Voluntad de Dios para cada situación. Su apertura, docilidad y obediencia a Dios fue lo que permitió que llegaran a plenitud los planes… para los inicios de la Redención.
San José figura de Dios

Es notorio cómo José estaba siempre a la escucha, no aferrándose a sus iniciativas sino pendiente de la Voluntad de Dios para cada situación. Su apertura, docilidad y obediencia a Dios fue lo que permitió que llegaran a plenitud los planes… para los inicios de la Redención.

Por María de Guadalupe González Pacheco

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En la encíclica Redemptoris Custos[1] (Custodio del Redentor), el Papa Juan Pablo II habla de que San José es el «guardián de los misterios de la salvación». Y esa misión la realiza siendo un reflejo de Dios Padre, su figura en la tierra. A él le fue asignada la vocación de desempeñar el papel de padre terrestre de Jesús. Ante todo en el sentido legal, pues el hecho de que San José fuera de la descendencia de David, le permitió a Jesús llevar legítimamente a los ojos de todos, el título de «Hijo de David», con el que se había de designar al Mesías. San Juan menciona al principio de su evangelio que el Mesías esperado era «Jesús, el hijo de José, de Nazaret» (Jn 1, 45). También debido a su paternidad legal, fue a José a quien le correspondió imponerle el nombre de Jesús al Salvador.

Más adelante, sería este gran santo quien expresaría tangiblemente el amor paternal del Padre hacia su Hijo pues lo defendió de la muerte que lo amenazaba y veló por su vida cotidiana, desde lo material, de alimentarlo y vestirlo, hasta ser la voz del Padre también en la oración y liturgia familiar, como le correspondía por su papel de cabeza de la familia. Y el hogar conformado por Jesús, José y María, imagen preclara de la Iglesia, estuvo bajo la custodia de San José, que ahora ha asumido el papel mucho más amplio de custodiar a la Iglesia universal.

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Aunque San José aparentemente no se distinguía de los demás padres de familia de su tiempo, el Niño a quien tenía en sus brazos era Aquél al que tantos reyes y profetas habían deseado ver y no lo vieron. Y se vio investido de una facultad sorprendente: la de ser depositario de la autoridad del Padre para con la santa familia que Él puso a su cuidado. San José fue, pues, el delegado del Padre, el jefe y responsable de la Sagrada Familia, cuyos miembros lo obedecían fiel y perfectamente. Dios mismo, como Verbo encarnado, quiso obedecerle. Pero su autoridad era, ante todo, servicio. Él dedicó toda su vida a trabajar laboriosamente para sostener a su familia. En él se cumplieron también las palabras de Jesús: «Mi Padre siempre trabaja y yo también trabajo» (Jn. 5, 17). Se esmeró además en llevar una vida modelo para guiar a esa familia de tan elevada santidad.

San José desempeñó a la perfección lo que es el papel de todo padre de familia: ser la «sombra viva y tangible» del Padre para con quienes Él puso bajo su cuidado. Es decir, un representante del Padre que veló por el hijo que Dios le confió, sin por ello querer adueñarse de Él o disponer según su propia voluntad de su destino.

Es notorio cómo José estaba siempre a la escucha, no aferrándose a sus iniciativas sino pendiente de la Voluntad de Dios para cada situación. Su apertura, docilidad y obediencia a Dios fue lo que permitió que llegaran a plenitud los planes de Él para aquella familia santa y, en un plano más amplio, para los inicios de la Redención.

San José tuvo una relación tan humilde hacia Dios Padre que puso totalmente en las manos de Él los caminos que debían recorrer; fue un alma todo escucha y aceptación.

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Sin embargo, la paternidad de este santo admirable fue una paternidad única, puesto que fue desempeñada hacia una Persona divina. Así como la raza humana está llamada a tomar a Cristo como su modelo, poniendo de manifiesto en su propia vida las virtudes y perfecciones de Jesucristo, a San José le correspondió más bien expresar sensiblemente las perfecciones del Padre. Sin lugar a dudas su pureza, amor, sabiduría, prudencia, misericordia, laboriosidad, etc., eran un reflejo luminoso y claro de esas facetas que el Padre manifiesta en su trato hacia nosotros. Y muy probablemente su grado de unión con Él sobrepasa todo lo que la mente humana puede alcanzar a comprender.

El Padre eterno tuvo un concepto tan elevado de la correspondencia a la gracia de este santo patriarca que puso confiadamente en sus manos lo más precioso que tenía: a Jesucristo y a la Virgen María. De igual manera pone ahora a su disposición todas las gracias, dones y bienes, para socorrer a las almas, lo que hace que a este santo se le conozca como abogado de todas las causas.

El Padre no quiso dejar huérfano de un padre de la tierra a su Hijo y tampoco quiere dejar sin una custodia especial a la multitud de sus hijos de la tierra. Por eso pone a nuestra disposición a este hombre de eminente santidad, que tan bien comprendió por experiencia propia que el Misterio de la Encarnación y, sobre todo, el Misterio de la Redención, van estrechamente ligados al sufrimiento, el cual se presenta de muy diversas maneras a lo largo de la vida y que es algo que solos y por nuestra iniciativa propia, no somos capaces de afrontar de una manera que nos conduzca a la unión con Dios.

San José, que ocupa una categoría de santidad propia y única por sí solo, es el más indicado para ofrecernos la protección, ayuda y apoyo para llegar victoriosos a la meta. A ejemplo de él, recibamos con docilidad y apertura, sus guías y orientaciones —que vienen de Dios— y pongámonos bajo su sombra, que es el claro reflejo de la sombra de Dios Padre.

[1] Exhortación Apostólica ‘Redemptoris Custos’ del Sumo Pontífice Juan Pablo II sobre la figura y misión de San José en la Vida de Cristo y de la Iglesia. http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/apost_exhortations/documents/hf_jp-ii_exh_15081989_redemptoris-custos.html

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