Tesoros, de Cornelio Á Lápide
Los fines porque Dios permite las tentaciones son los siguientes: l) Para probar nuestra fidelidad y amor; 2) Para fundarnos en virtud y principalmente en la humildad; porque quien no es tentado no se conoce; 3) Para enriquecernos de muchos méritos en esta y en la otra vida.
Mas no deben ser las tentaciones objeto de nuestros deseos, pues nos excitan al mal; pero debemos aceptarlas cuando vengan con paz y resignación, pasando por ellas con profunda humildad y gran valor.
Medios para vencer las tentaciones
Lo primero y principal para vencerlas, es la diligencia y prontitud en sacudirlas de sí, pues mucho peligra quien se detiene en ellas. El segundo medio es la oración, recurriendo a Dios con todo fervor y usar de la señal de la cruz.
Para conseguir una especial asistencia de Dios en las tentaciones, no hay medio más seguro que el recurso que recurrir a María Santísima; recurso lleno de confianza en Dios y la propia desconfianza.
Para enardecer la confianza persuádanse de estas verdades: que el demonio no puede sino lo que se le permite; que este permiso no ha de ser sobre nuestras fuerzas; que Dios está presente en nuestras batallas para auxiliarnos, no sólo suficiente sino sobradamente para vencer.
Más para que el recurso pronto y confiado en Dios tenga toda la fuerza para vencer las tentaciones, es necesario que vaya acompañado de la manifestación de nuestro interior al Padre espiritual. Es muy necesario a todos, aunque sean santos, para debilitar la fuerza del demonio y no caer.
Las cruces vienen de Dios
Los sufrimientos, las cruces y las pruebas no deben atribuirse al demonio, ni a la carne, ni a un enemigo cualquiera, sino a Dios; pues, desde toda la eternidad, Dios las ha previsto, preparando a cada cual las suyas: a uno le prepara unas, a otro otras, a fin de que por medio de ellas todos nos asimilemos a Jesucristo, que sufrió, murió y resucitó.
Dios me ha dado bienes, dice Job, y él me los ha quitado; ha sucedido lo que el Señor ha dispuesto: bendito sea el nombré del Señor.
A Dios atribuye el Real Profeta todas las cruces: Nos habéis probado, experimentado, Señor; nos habéis acrisolado al fuego, como se acrisola la plata. (I.XV. 10). Hemos pasado por el fuego y por el agua; más nos habéis conducido a un lugar de refrigerio. (L.XV. 12). Nos habéis ceñido con una faja de dolor. (LXV.11) ¿Hasta cuándo nos has de alimentar con pan de lágrimas, y hasta cuándo nos darás a beber lágrimas con abundancia? (LXXIX. 6).
Dios me ha dado bienes, dice Job, y él me los ha quitado; ha sucedido lo que el Señor ha dispuesto: bendito sea el nombré del Señor. (I. 21). No dice Job: Dios me ha dado bienes, y el demonio me los ha quitado; sino: Dios me ha dado, Dios me ha quitado…
Manifestaré a Pablo, dijo el Señor, cuánto ha de sufrir por mi nombre. (Act. IX. 16). El que obraba contra el nombre de Jesucristo, dice San Agustín, debía sufrir por este sagrado nombre: ¡Oh severidad llena de misericordia! (De laudib. Paul).
Las cruces que Dios envía en el tiempo, vienen siempre de su misericordia: si Dios no entregase la humanidad a los sufrimientos en la tierra, comenzaría su justicia eterna y terrible…
Que padezcan los malos, dirá alguno, es justo; ¿pero los buenos? Los buenos nacen culpables; con las cruces se purifican más y más y aumentan el número de sus coronas; sin las cruces se volverían malos, y no hallaríamos ya conformidad entre ellos y Jesucristo; los buenos sufren para obtener la conversión de los malos y para expiar sus pecados.
Por otra parte, suele tenerse mala idea de las cruces. Las cruces son un tesoro. Nada es malo sino el pecado. El trabajador a quien el amo paga su jornal, ¿puede hallar a mal que le hayan hecho trabajar? El soldado ¿puede hallar injusto quo le ejerciten y le envíen a la batalla?
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