El principiante en su vida ascética, todavía ejercita la vida sobrenatural en modos humanos naturales, y por eso, en sus oraciones, que son activas y laboriosas, aún se ve afectado por su personal situación psíquica y somática, y por los condicionamientos ambientales: frío o calor, ruido o silencio, fealdad o belleza del lugar.
De ahí la importancia del lugar. Los cristianos sabemos que somos templos de Dios y que todo lugar es, bueno para adorarle en espíritu y verdad (Jn 4, 21), también en el secreto de nuestra habitación (Mt 6,6). Pero no por eso debemos ignorar el valor de las iglesias, lugares privilegiados por la bendición de los ritos litúrgicos, para el encuentro oracional con Dios. Por eso, en igualdad de condiciones, debemos tender a orar en el templo, y más si en éste arde el fuego sagrado de la presencia eucarística de Jesucristo.
En cuanto al tiempo, debemos dedicar al Señor, dentro de lo posible, la hora mejor de nuestro día, aquella en la que estamos más lúcidos y atentos. Sobre la duración de la oración, habrá de ser muy diversa según las edades espirituales y la gracia de cada persona.
Sobre las actitudes corporales, la acción del Espíritu Santo en el orante no ignora que en la naturaleza de éste hay profundos vínculos entre los psíquico y lo corporal. Conviene pues, adoptar la postura que mejor convenga para la oración que se quiere realizar. No debemos olvidar que cuando somos principiantes, el cuerpo se resiente en la oración, por eso, se debe hacer un esfuerzo para que el cuerpo se someta al espíritu y así Dios pueda conducir al alma en los grados de la oración.
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