La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, celebrada por la Iglesia el Domingo de Ramos, ocupa un lugar central en el relato de la Pasión del Señor. Este acontecimiento no solo inaugura la Semana Santa, sino que expresa con gran claridad la identidad de Cristo y la naturaleza de su misión. Los cuatro Evangelios lo narran (Mateo 21,1-11; Marcos 11,1-11; Lucas 19,28-44; Juan 12,12-19), lo que muestra su profundo significado en el conjunto de la historia de la salvación.
Un acto profético que cumple las Escrituras
Jesús entra en Jerusalén de forma deliberada y simbólica. Al escoger montar un asno, hace evidente que cumple la antigua promesa contenida en las palabras del profeta Zacarías:
“¡Regocíjate mucho, hija de Sion! ¡Grita, hija de Jerusalén! ¡Mira, tu rey viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, hijo de asna!” (Zacarías 9,9).
Este gesto no es accidental. Jesús, que conocía las Escrituras, realiza una acción que revela su identidad como el Mesías prometido. Pero lo hace de una manera sorprendente: en lugar de entrar con fuerza militar, lo hace con humildad y mansedumbre. Su realeza no está basada en el poder humano, sino en la obediencia al plan de Dios y en el ofrecimiento de su propia vida.
El contraste con las expectativas del pueblo
En tiempos de Jesús, muchos esperaban un Mesías fuerte, capaz de liberar al pueblo del yugo del Imperio romano. El pueblo clamaba por un restaurador del reino de David, alguien que trajera justicia política y poder nacional. Pero Jesús no responde a esa expectativa. Su entrada en Jerusalén desmonta esas ideas. Es recibido con entusiasmo, con gritos de aclamación:
“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21,9).
La palabra “Hosanna” expresa una súplica de salvación: “¡Sálvanos, por favor!”. La multitud espera liberación, pero Jesús no viene a librar una guerra contra Roma, sino contra el pecado. La salvación que ofrece va más allá de lo político: es una renovación del corazón humano y una victoria sobre la muerte.
Una proclamación abierta del Reino
Hasta ese momento, Jesús había mantenido una cierta reserva respecto a su condición mesiánica. A menudo había pedido a sus discípulos que no hablaran abiertamente de sus milagros o de su identidad. Sin embargo, en esta ocasión se presenta sin ambigüedad: actúa como Rey, permitiendo ser aclamado por la multitud.
Esta manifestación pública provoca una reacción inmediata por parte de los líderes religiosos. Se intensifica su decisión de eliminarlo. La entrada en Jerusalén marca así el inicio de la confrontación definitiva, el momento en que el misterio de la cruz comienza a desplegarse con toda su fuerza.
Palmas, mantos y un rey diferente
Las multitudes extienden sus mantos en el camino y agitan ramas de palma, gestos que tradicionalmente expresaban honor y victoria. En el contexto de la entrada de Jesús, estos gestos adquieren un nuevo sentido. No celebran una victoria militar, sino la llegada de un rey cuya victoria será alcanzada a través del sufrimiento.
El modo en que Jesús reina descoloca al mundo. Su trono será la cruz, su corona será de espinas, su cetro será la caña con que lo golpean. Y, sin embargo, será precisamente desde esa humillación que conquistará la redención para toda la humanidad.
Un acontecimiento que revela el corazón humano
El Evangelio de Mateo señala que toda la ciudad se agitó ante la llegada de Jesús:
“Cuando Jesús entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió y preguntó: ‘¿Quién es este?’ Las multitudes respondieron: ‘Este es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea.’” (Mateo 21,10-11).
La conmoción muestra que no todos comprenden quién es verdaderamente Jesús. Algunos lo ven como un profeta; otros como un posible líder político. Sus propios discípulos tienen aún una comprensión incompleta. Y la historia muestra que la misma multitud que hoy lo aclama con alegría, muy pronto lo rechazará con violencia.
El inicio del camino hacia la cruz
La entrada triunfal no es el fin, sino el inicio de la semana más decisiva. Es un momento luminoso que anticipa la oscuridad del Gólgota. Jesús sabe que va hacia el sacrificio. No es un rey que busca aplausos, sino un Siervo que se entrega. El contraste entre la aclamación del Domingo de Ramos y el clamor de “¡Crucifícalo!” pocos días después, pone de manifiesto la fragilidad del entusiasmo popular y la fidelidad inquebrantable de Jesús al plan del Padre.
Un Reino no de este mundo
Cuando Jesús afirma ante Pilato que su Reino no es de este mundo (cf. Juan 18,36), no niega su realeza, sino que indica su verdadera naturaleza. No se trata de un dominio externo, sino de un Reino que se edifica en el interior de quienes lo acogen. Es el Reino del amor, del perdón, de la verdad, de la justicia que brota de Dios.
Una invitación a los creyentes
Cada Domingo de Ramos, los cristianos son invitados a entrar con Jesús en Jerusalén, no solo como espectadores, sino como discípulos que reconocen en Él al verdadero Rey. Esta escena nos interpela: ¿Qué tipo de mesías buscamos? ¿Qué clase de reinado queremos construir en nuestra vida? La entrada triunfal nos invita a vivir desde la lógica del Evangelio, donde el mayor es el que sirve y donde la victoria pasa por la cruz.
Conclusión
La entrada de Jesús en Jerusalén es un momento decisivo en su misión redentora. Cumple la antigua promesa de un Rey justo y humilde, revela la verdadera naturaleza de su Reino, y abre el camino hacia el misterio pascual. Este evento, lleno de signos y paradojas, nos ayuda a comprender que la gloria de Cristo no se manifiesta según los criterios del mundo, sino en el don total de sí mismo por amor.