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San Pío X y su deseo de «Restaurar todas las cosas en Cristo»

San Pío X fue ante todo un gran reformador. Con más de 45 años de experiencia pastoral, hizo como pontífice lo que siempre venía haciendo, sólo que ahora a escala mundial. Así pues, le dio una profunda atención al catecismo, facilitó la comunión frecuente para los fieles y la liberó para los niños —lo cual le valió el título de Papa de la Eucaristía—.

Por Alison Batista de Oliveira

Son muchos los que se engañan cuando consideran a los santos, pensando que son personas fuera de lo común, predestinados, estrellas que centellean en el cielo, mientras que nosotros, «pobres mortales», estamos como señalados a vivir en la tierra, sin tener la posibilidad de cintilar algún día junto a ellos.

Quien así piensa alimenta una idea completamente errada de la vida espiritual. La realidad es muy diferente, porque la «fórmula de la santidad» está en esta máxima de Cristo, nuestro Señor: «El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel» (Lc 16, 10).

Y en esas divinas palabras hallamos el resumen del extenso camino recorrido por el
Papa San Pío X.

Juventud forjada por el sufrimiento

Giuseppe Melchiorre Sarto, el segundo de diez hermanos, nació el 2 de junio de 1835, en el seno de una familia muy humilde: su padre, Giovanni Battista Sarto, era cartero del municipio de Riese (Italia), y su madre, Margherita Sanson, costurera.

Desde pequeño sintió en sí el llamamiento al sacerdocio. Con el fin de encaminarlo hacia la realización de dicha vocación, sus padres se dispusieron a proporcionarle los estudios necesarios, afrontando para tal serias dificultades económicas. El niño, consciente del sacrificio de sus progenitores, trataba de aliviarles esa carga en todas las cosas. Para no gastar los zapatos, se descalzaba y los llevaba amarrados sobre el hombro, volviéndoselos a poner únicamente cuando se acercaba a su destino. ¡Y esto con tan sólo 11 años!

El joven Sarto aprendió enseguida a apreciar todo lo que recibía, incluso su propia formación escolar, en la que llegó a destacar como uno de los mejores alumnos.

Inicio del ministerio sacerdotal

Concluidos sus estudios en el seminario, Sarto fue ordenado sacerdote en 1858 y enviado a Tombolo como coadjutor. En el período que estuvo en este pueblo su norma fue la de la salvación de las almas sin escatimar esfuerzos. Durante el día ejercía su ministerio y por la noche preparaba las catequesis y sermones, además de profundizar en sus estudios, sobre todo en las obras de Santo Tomás de Aquino.

El párroco, don Antonio Costantini, decía acerca de él: «Me han mandado como coadjutor un jovencito a quien debo preparar; creo que va a suceder al revés; es tan celoso, tan lleno de buen sentido y dotes, que yo aprenderé de él». Sin embargo, ante su deseo de formarlo, le corregía fraternalmente sus homilías. No pasó mucho tiempo para que las predicaciones del P. Sarto empezaran a brillar por el primor de la elocuencia, la lógica y la piedad, pero principalmente por conmover los corazones, hasta el punto de que el P. Costantini comentara bromeando: «Muy bien, muy bien. Pero estará feo que el coadjutor predique mejor que el cura…».

Nueve años más tarde el P. Sarto recibió su primera parroquia: en Salzano. Con la experiencia de su anterior función elaboró un plan de trabajo que cumpliría al pie de la letra: visitar a todos los fieles, predicar la Palabra de Dios, ser incansable en el confesionario, confortar a los enfermos y estar a disposición para asistir a los moribundos. Todo ello sin descuidar el catecismo, cuyas clases llamaban la atención por la vivacidad, buen humor y alegría con las que las impartía.

En 1873 sobrevino una horrible epidemia de cólera en aquella región de Italia, que se cobró muchas vidas. Sin miedo al contagio, el P. Sarto redobló los cuidados con aquellos que la Providencia le había confiado. La iglesia parroquial, en lugar de cerrar sus puertas a los fieles, iba a su encuentro en la persona del cura, quien visitaba a los enfermos para confortarlos.

«La gema del Sacro Colegio»

Cuando Mons. Sarto cumplía treinta y cinco años de ministerio pastoral, nueve de ellos como obispo de Mantua, León XIII lo creó cardenal y luego lo promovió a patriarca de Venecia.

El Gobierno veneciano, abiertamente anticlerical, al principio se mostró hostil al nuevo pastor. Pero éste, provisto de amplia experiencia y mucho tino en la dirección de las almas, en poco tiempo se hizo querer y respetar por la ciudad de los dux, incluso por sus dirigentes.

León XIII lo consideraba con bondad y confianza y solía llamarlo «la gema del Sacro Colegio», guardando entre sus pertenecías una fotografía del cardenal.

En 1903, habiendo fallecido este pontífice, los príncipes de la Iglesia de todo el mundo se dirigieron a Roma para elegir al nuevo Sucesor de Pedro. Se cuenta que el patriarca de Venecia fue el único cardenal que compró el billete de ida y vuelta, pues muy lejos estaba de sus pensamientos la idea de convertirse en Papa.

Proclamamos que no tenemos en nuestro Pontificado más programa que este: «Restaurar todas las cosas en Cristo, de modo que Cristo lo sea todo y este en todo»

«Instaurare omnia in Christo»

«¡Esta es mi política!», declaraba San Pío X mientras señalaba un crucifijo, cuando le preguntaron sobre su orientación política. Y ratificaba esta afirmación al adoptar como proyecto de su pontificado la frase: «Instaurare omnia in Christo».

Armándonos de valor – decía – por medio de Aquel que nos conforta, auxiliados por la virtud de Dios, proclamamos que no tenemos en nuestro Pontificado más programa que este: «Restaurar todas las cosas en Cristo, de modo que Cristo lo sea todo y este en todo»

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De hecho, San Pío X fue ante todo un gran reformador. Con los más de cuarenta y cinco años de experiencia pastoral, hizo como pontífice lo que siempre venía haciendo, sólo que ahora a escala mundial. Así pues, le dio una profunda atención al catecismo, promoviendo una nueva edición; reformó la liturgia, facilitó la comunión frecuente para los fieles y la liberó para los niños —lo cual le valió el título de Papa de la Eucaristía—, redobló el cuidado con el canto litúrgico, en especial el gregoriano; inició la elaboración de un nuevo Código de Derecho Canónico; reorganizó la curia y los dicasterios romanos.

Notable fue, también, su lucha contra el modernismo. Las embestidas contra esta herejía y la promulgación de la Encíclica Pascendi Dominici Gregis —la cual contenía fragmentos redactados de su propio puño— revelan otra faceta de su rica personalidad: para proteger a las ovejas, su figura de pastor se une la de Dios, que brilla por la defensa de la verdad y condena el error.

A San Pío X le cupo reunir, analizar, esquematizar y anatematizar los errores modernistas que, como germen oculto, se infiltraban en el rebaño de Cristo. Tarea que desde hacía mucho venía ejecutando minuciosamente. En Mantua y en Venecia ya estudiaba y analizaba los libros modernistas, sin perder ocasión para denunciar sus desvíos.

La enfermedad que corroía y consumía la sociedad era el abandono de Dios, la apostasía del orden sobrenatural.

El documento pontificio empieza alertando de la peligrosa amenaza sin ningún tapujo:

«Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nosotros que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados».

Desde las alturas de la cátedra de Pedro, Pío X vio el mal que atormentaba entonces a la sociedad, profundizó su diagnostico e indicó inmediatamente el remedio. La enfermedad que corroía y consumía la sociedad era el abandono de Dios, la apostasía del orden sobrenatural.

El merecido reconocimiento

«Cada asunto tiene su momento y su método» (Ecl 8, 6). San Pío X obró en todo como un buen médico: actuó con eficacia y curó al enfermo, por mucho que el remedio empleado pareciera amargo al paladar en un primer momento. Y el tiempo cuidó de juzgar sus actitudes.

Una frase de Benedicto XV, que lo sucedió en el solio pontificio, bien puede corroborar esta afirmación: «Ahora comprendo cuánta razón tenía Pío X. Cuando yo era sustituto de la Secretaría de Estado, y después arzobispo de Bolonia, no en todo estaba de acuerdo con él, pero ahora reconozco lo certero de su pensamiento.

Hasta la prensa lo reconocería, como lo demuestra este fragmento del periódico parisino Les Temps: «Pío X no ha tenido en cuenta jamás aquellos elementos que de ordinario determinan las decisiones humanas. Se ha mantenido siempre en su terreno: el de lo divino. Porque siempre se ha inspirado exclusivamente en su fe; ha sido el testimonio de la realidad, de la potencia y de la soberanía del espíritu, no temiendo afirmar que nada le falta a la Iglesia para mantenerse viva, para combatir, para vivir, con tal de que sea libre y se conserve siempre lo que es».

Después de tantas batallas, conquistas y victorias llegaba la hora de que San Pío X uniera su voz a la del Apóstol cuando le pedía a Dios el premio por haber llevado a término el buen combate de la fe.

Tras la Solemnidad de la Asunción de la Virgen del año 1914 el pontífice se sintió levemente indispuesto, agravándose su estado de salud bruscamente la noche del 18 de agosto. Su servidor, amigo e hijo espiritual, el cardenal Merry del Val, acudió a sus aposentos a la mañana siguiente y cuenta que las últimas palabras que oyó de sus labios fueron: «¡Eminencia…, Eminencia! Me resigno totalmente».

Como cordero inmolado que no abre la boca, después de esto el santo pontífice perdió la facultad del habla, a pesar de permanecer enteramente lúcido. A partir de entonces se limitó a fijar la mirada profundamente en los circunstantes. Por la noche, entregó su alma a Dios. El reloj marcaba la una y cuarto de la madrugada del 20 de agosto de 1914.

Era el crepúsculo de un pontificado solar. San Pío X dejaba esta tierra para brillar por toda la eternidad en el Cielo e interceder por la Iglesia militante a la cual en vida tanto había defendido, por la que había luchado y sufrido. La Historia lo reverencia como un gran Papa, y la Esposa Mística de Cristo lo honra como un gran santo. 

«Si alguno nos pide alguna consigna, le daremos siempre ésta y no otra: Restaurar las cosas en Cristo» dijo Pío X, 4 de octubre de 1903.

Algunas frases de la carta Encíclica «Pascendi»(1907) de San Pío X sobre el peligro del modernismo. Sigue siendo muy actual:

  • “Al oficio de apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las contradicciones de una falsa ciencia”.
  • “Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes,[…]”.
  • “Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia”.
  • “Según el agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia, versa únicamente sobre fenómenos. Luego, así Dios como cualquier intervención divina en lo humano, se han de relegar a la fe, como pertenecientes tan sólo a ella. Por lo tanto, si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno divino y otro humano — como sucede con Cristo, la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas de ese género —, de tal modo se ha de dividir y separar, que lo humano vaya a la historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división, que hacen los modernistas, del Cristo histórico y el Cristo de la fe; de la Iglesia de la historia, y la de la fe; de los sacramentos de la historia, y los de la fe; y otras muchas a este tenor”. -“Pero mucho mayor fuerza tiene para obcecar el ánimo, e inducirle al error, el orgullo, que, hallándose como en su propia casa en la doctrina del modernismo, saca de ella toda clase de pábulo y se reviste de todas las formas. Por orgullo conciben de sí tan atrevida confianza, que vienen a tenerse y proponerse a sí mismos como norma de todos los demás. Por orgullo se glorían vanísimamente, como si fueran los únicos poseedores de la ciencia, y dicen, altaneros e infatuados: “No somos como los demás hombres”; y para no ser comparados con los demás, abrazan y sueñan todo género de novedades, por muy absurdas que sean. Por orgullo desechan toda sujeción y pretenden que la autoridad se acomode con la libertad. Por orgullo, olvidándose de sí mismos, discurren solamente acerca de la reforma de los demás, sin tener reverencia alguna a los superiores ni aun a la potestad suprema. En verdad, no hay camino más corto y expedito para el modernismo que el orgullo. ¡Si algún católico, sea laico o sacerdote, olvidado del precepto de la vida cristiana, que nos manda negarnos a nosotros mismos si queremos seguir a Cristo, no destierra de su corazón el orgullo, ciertamente se hallará dispuesto como el que más a abrazar los errores de los modernistas!”
  • “[…] Además, ya vosotros mismos personalmente, ya por los rectores de los seminarios, examinad diligentemente a los alumnos del sagrado clero, y si hallarais alguno de espíritu soberbio, alejadlo con la mayor energía del sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho esto siempre con la vigilancia y constancia que era menester!”
  • “Tres son principalmente las cosas que tienen por contrarias a sus conatos: el método escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la tradición, el magisterio eclesiástico. Contra ellas dirigen sus más violentos ataques. Por esto ridiculizan generalmente y desprecian la filosofía y teología escolástica, y ya hagan esto por ignorancia o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas razones, es cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el odio del método escolástico, y no hay otro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doctrina del modernismo que comenzar a aborrecer el método escolástico[…]”.
  • “Pero esto pertenece ya a los artificios con que los modernistas expenden sus mercancías. Pues ¿qué no maquinan a trueque de aumentar el número de sus secuaces? En los seminarios y universídades andan a la caza de las cátedras, que convierten poco a poco en cátedras de pestilencia. Aunque sea veladamente, inculcan sus doctrinas predicándolas en los púlpitos de las iglesias; con mayor claridad las publican en sus reuniones y las introducen y realzan en las instituciones sociales”.
  • “En primer lugar, pues, por lo que toca a los estudios, queremos, y definitivamente mandamos, que la filosofía escolástica se ponga por fundamento de los estudios sagrados. […] Lo principal que es preciso notar es que, cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la cual, cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga vigente y, en cuanto fuere menester, lo restablecemos y confirmamos, mandando que por todos sea exactamente observado. A los obispos pertenecerá estimular y exigir, si en alguna parte se hubiese descuidado en los seminarios, que se observe en adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. Y a los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafisicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio”.
  • “Cualesquiera que de algún modo estuvieren imbuidos de modernismo, sin miramiento de ninguna clase sean apartados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destituidos”;
  • “Y, en general, venerables hermanos, para poner orden en tan grave materia, procurad enérgicamente que cualesquier libros de perniciosa lectura que anden en la diócesis de cada uno de vosotros, sean desterrados, usando para ello aun de la solemne prohibición”.
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