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Oremos para ser menos como Herodes y más como San Juan el Bautista

El precursor del Mesías murió mártir en defensa de la fe. Él nos enseña que la Verdad no se negocia y que debemos defender lo correcto aunque nos cueste la vida. Al recordar el martirio de San Juan Bautista, los cristianos debemos recordar que seguir a Cristo exige el “martirio” de la fidelidad cotidiana.

Por Marge Fenelon

Del martirio de San Juan Bautista, que se recuerda cada años el 29 de agosto, podemos decir que este evento se desarrolla como un episodio de una serie moderna de acción y aventuras. Celos. Lujuria. Codicia. Asesinato. La diferencia es que es real.

Herodes Antipas, tetrarca de Galilea durante el Imperio Romano, se divorció de su esposa, Fasaelis, y se casó ilegalmente con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Felipe I.

Cuando Juan el Bautista reprendió a Herodes por su pecado, Herodes lo encarceló en una celda excavada en la ladera de una fortaleza montañosa en lo que hoy es el Reino de Jordania. En lo alto de la montaña estaba el palacio de Herodes.

San Juan el Bautista estuvo encarcelado allí durante unos dos años cuando Herodes celebró una gran fiesta durante la cual la hija de Herodías, Salomé, bailó que encantó al borracho Herodes. En su estupor, Herodes, lleno de lujuria, le prometió a Salomé todo lo que deseaba, hasta la mitad de su reino.

Salomé no sabía qué pedir.

Ella consultó con Herodías, quien insistió en que pidiera la cabeza del Bautista en una bandeja. Salomé volvió a Herodes y le hizo su petición. Irónicamente, Herodes sentía respeto (y tal vez afecto) por Juan, pero no quería pasar vergüenza delante de sus compinches.

Entonces ordenó la decapitación de Juan Bautista.

Este episodio ¡Habla de intriga y suspenso! Me sentí como si estuviera viendo un programa de televisión. Por supuesto, entendí su importancia y aprecié el carácter sagrado de este hecho que narra el Evangelio, pero me “sentí” como si estuviera en las ruinas del palacio de Herodes.

Intenté imaginar aquella horrible noche, con su juerga de borracheras y sus festines glotones. Me imaginé el parloteo fuerte y la música seductora. Me imaginé a Salomé bailando y a Herodes enamorado, con la rencorosa Herodías rondando cerca. Y me imaginé a Juan el Bautista agazapado en el húmedo, oscuro y miserable patio de su celda de abajo.

Pero sobre todo me imaginaba como Herodes.

Mientras conmemoramos la decapitación de San Juan Bautista. Me he preguntado cuántas veces actué como Herodes sólo para ahorrarme la vergüenza. No creo que lo haga como algo natural (ciertamente trato de no hacerlo), pero sé que lo he hecho en ocasiones.

Nuestro Señor se entristeció genuinamente cuando se enteró del destino de su primo. De hecho, estaba tan triste que se alejó de sus amigos y seguidores y se fue a un lugar desierto para resolver sus sentimientos.

Jesús amaba a su primo, por lo que es comprensible que la decapitación de Juan fuera un trago amargo de tragar. Pero Jesús también ama a todas las personas que le han decapitado y eso también es un trago amargo de tragar.

Herodías pensó erróneamente que podría ocultar sus pecados eliminando a Juan el Bautista. No dudo que Herodes pensó de manera similar y por eso mantuvo a Juan en prisión para que no tuviera que escuchar más amonestaciones. Es más, hizo matar al pobre para que los demás no pensaran menos de él.

Entonces mira lo que pasó.

Su pecado no sólo no quedó oculto, sino que acabó siendo revelado una y otra vez de generación en generación en los Evangelios. La peor parte es que su pecado fue revelado al mismo Jesucristo.

Mis pecados también son revelados a Nuestro Señor, por eso, no hagamos algo que pueda entristecerlo y ofenderlo. Por eso hoy, oremos para poder aprender a ser cada vez menos como Herodes y ser más y más como Juan el Bautista, quien defendió lo que era correcto. Aunque le haya costado la vida.

El Papa Benedicto XVI nos ofrece una reflexión sobre el martirio de Juan el Bautista

Queridos hermanos y hermanas: El 29 de agosto se celebra la memoria litúrgica del martirio de san Juan Bautista, el precursor de Jesús. En el Calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte que tuvo lugar a través del martirio. La memoria de hoy se remonta a la dedicación de una cripta de Sebaste, en Samaría, donde, ya a mediados del siglo iv, se veneraba su cabeza. Su culto se extendió después a Jerusalén, a las Iglesias de Oriente y a Roma, con el título de Decapitación de san Juan Bautista.

Estas pequeñas referencias históricas nos ayudan a comprender cuán antigua y profunda es la veneración de san Juan Bautista. En los Evangelios se pone muy bien de relieve su papel respecto a Jesús. En particular, san Lucas relata su nacimiento, su vida en el desierto, su predicación; y san Marcos nos habla de su dramática muerte en el Evangelio de hoy. Juan Bautista comienza su predicación bajo el emperador Tiberio, en los años 27-28 d.C., y a la gente que se reúne para escucharlo la invita abiertamente a preparar el camino para acoger al Señor, a enderezar los caminos desviados de la propia vida a través de una conversión radical del corazón (cf. Lc 3, 4). Pero el Bautista no se limita a predicar la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como «el Cordero de Dios» que vino a quitar el pecado del mundo (Jn 1, 29), tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero Enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo pueda crecer, ser escuchado y seguido. Como último acto, el Bautista testimonia con la sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios, sin ceder o retroceder, cumpliendo su misión hasta las últimas consecuencias. San Beda, monje del siglo IX, en sus Homilías dice así: «San Juan dio su vida por Cristo, aunque no se le ordenó negar a Jesucristo; sólo se le ordenó callar la verdad» (cf. Hom. 23: CCL122, 354). Así, al no callar la verdad, murió por Cristo, que es la Verdad. Precisamente por el amor a la verdad no admitió negociaciones y no tuvo miedo de dirigir palabras fuertes a quien había perdido el camino de Dios.

Vemos esta gran figura, esta fuerza en la pasión, en la resistencia contra los poderosos. Preguntamos: ¿de dónde nace esta vida, esta interioridad tan fuerte, tan recta, tan coherente, entregada de modo tan total por Dios y para preparar el camino a Jesús? La respuesta es sencilla: de la relación con Dios, de la oración, que es el hilo conductor de toda su existencia.

Juan es el don divino durante largo tiempo invocado por sus padres, Zacarías e Isabel (cf. Lc 1, 13); un don grande, humanamente inesperado, porque ambos eran de edad avanzada e Isabel era estéril (cf. Lc 1, 7); pero nada es imposible para Dios (cf. Lc 1, 36). El anuncio de este nacimiento se produce precisamente en el lugar de la oración, en el templo de Jerusalén; más aún, se produce cuando a Zacarías le toca el gran privilegio de entrar en el lugar más sagrado del templo para hacer la ofrenda del incienso al Señor (cf. Lc 1, 8-20). También el nacimiento del Bautista está marcado por la oración: el canto de alegría, de alabanza y de acción de gracias que Zacarías eleva al Señor y que rezamos cada mañana en Laudes, el «Benedictus», exalta la acción de Dios en la historia e indica proféticamente la misión de su hijo Juan: preceder al Hijo de Dios hecho carne para prepararle los caminos (cf. Lc 1, 67-79). Toda la vida del Precursor de Jesús está alimentada por la relación con Dios, en especial el período transcurrido en regiones desiertas (cf. Lc 1, 80); las regiones desiertas que son lugar de tentación, pero también lugar donde el hombre siente su propia pobreza porque se ve privado de apoyos y seguridades materiales, y comprende que el único punto de referencia firme es Dios mismo.

Pero Juan Bautista no es sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también una guía en esta relación. El evangelista san Lucas, al referir la oración que Jesús enseña a los discípulos, el «Padrenuestro», señala que los discípulos formulan la petición con estas palabras: «Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (cf. Lc 11, 1).

Queridos hermanos y hermanas, celebrar el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no admite componendas. La Verdad es Verdad, no se puede negociar. La vida cristiana exige, por decirlo así, el «martirio» de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con Dios.

La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía. Que san Juan Bautista interceda por nosotros, a fin de que sepamos conservar siempre el primado de Dios en nuestra vida. Gracias.

29 de agosto de 2012


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