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El valor de la liturgia

Después de las luchas y del trabajo de la semana, la Misa Dominical renueva nuestro espíritu. Si participamos en ella con fervor y oramos con devoción, podremos enfrentar robustecidos, animosos y con esperanza, los deberes y las tentaciones que sobrevengan en la siguiente semana.
El valor de la liturgia

Muchos de los que no van a Misa los Domingos se justifican diciendo que su religiosidad no necesita de exterioridades ni ceremonias. «Para adorar a Dios —así razonan— no necesito ni Iglesia, ni Misa, ni órgano, ni cantos, ni oración en voz alta, ni ceremonias. Me basta pensar en Dios a solas en mi habitación, o contemplando por la noche el firmamento lleno de estrellas, o contemplando el paisaje en la cima de una montaña… Dios no necesita de tantas formalidades y ceremonias como se tienen en la iglesia. También creo que si doy una limosna a un pobre, si le ayudo, hago más por dios que si estoy sentado media hora en una iglesia».

¿Dónde estriba el error de semejante raciocinio? Porque es verdad que en todos esos sitios puedo también adorar a Dios. Porque es verdad que Dios no necesita de formalidades y ceremonias ¿Dónde está, pues el error del que cree superfluo el culto externo y la Misa en la Iglesia?

EL VALOR DE LA LITURGIA PARA EL INDIVIDUO

Ciertamente Dios no necesita que le rindamos culto públicamente, pero sí necesitamos nosotros rendir este culto externo y público, porque somos hombres compuestos de alma y cuerpo. Y lo necesitamos por dos motivos:
1. Porque necesitamos manifestar nuestros sentimientos interiores con gestos exteriores; y
2. Porque estos gestos exteriores a su vez provocan y mueven los sentimientos espirituales del alma. Mediante los gestos y posturas de la Santa Misa y de la liturgia, damos expresión a nuestros sentimientos de adoración y alabanza.

Dios ha unido el alma y el cuerpo del hombre tan estrechamente, que nuestros sentimientos y nuestro espíritu, al llegar a cierto grado de intensidad, no pueden dejar de manifestarse exteriormente, por medio de nuestro cuerpo. Si oigo una buena noticia, se alegra mi alma, y, sin embargo, es mi rostro él que sonríe. Si oigo una mala noticia, se entristece mi alma, y sin embargo, son mis ojos los que se llenan de lágrimas. Pues si tan unidos están el cuerpo y el alma, es natural que yo no pueda encerrar en mí mismo los sentimientos más profundos, los sentimientos religiosos, sin que no se manifiesten de alguna forma al exterior.

Imaginémonos a un orador que al hablar está fuertemente convencido de lo que está diciendo.
¿Podemos imaginárnoslo con el rostro impasible y en una postura inmóvil? Si está emocionado por lo que va diciendo, ¿será posible que pronuncie su discurso sin moverse, como si fuese un trozo de mármol? De ningún modo; antes, al revés, expresará con la mirada, con la mímica, con los gestos, en una palabra, exteriormente, lo que siente en su interior.

Si hablo con un señor de alta posición, trato de mantener una postura digna; si hablo con Dios, me arrodillo o cruzo las manos. ¿Podemos tildar esto de mera exterioridad? Si amo a Dios, ¿no tendré que manifestarlo al exterior de alguna manera? Trata de prohibir a la madre que exprese su amor a su hijito con gestos, con mimos, hasta con sonidos inarticulados… No le es posible, porque no puede contener su amor que le desborda. Porque el hombre, que es el prodigio tal que los sentimientos profundos de su alma tienden a expresarse mediante el cuerpo.

Hay más. El culto público externo no solamente expresa nuestros sentimientos religiosos, sino que los excita e intensifica. La llama crece en la hoguera cuando los trozos de leña están juntos. Si la leña está dispersa, el fuego decrece. Algo parecido ocurre en las celebraciones litúrgicas. ¿No hemos sentido cómo se aviva el fervor religioso, cuando todos de rodillas ante el Santísimo Sacramento, cantamos: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos, llenos están los cielos y la tierra de tu gloria»? ¿O cuando estalla triunfalmente en miles de corazones agradecidos el canto del «Te Deum»: «A Ti te alabamos, ¡oh Dios!… En cambio, ¡cuánto cuesta mantener el fervor cuando uno está solo o si vive en un país donde los católicos son minoría!».

«En casa suelo rezar. Pero ¿ir a Misa? ¡Ay! Para esto no tengo tiempo»; así muchos se justifican

«En casa suelo rezar. Pero ¿ir a Misa? ¡Ay! Para esto no tengo tiempo»; así muchos se justifican.
Las dos hermanas de Betania, Marta y María, amaban al Señor, pero María, la pecadora convertida, iba por delante. ¿Por qué se quedó atrás Marta? ¿Porque ella se cuidaba de la casa? ¿Porque ella trabajaba en la cocina? ¡No! La santidad es posible aun entre las mil pequeñeces de la vida diaria. ¿Cuál era, pues, su defecto? Los innumerables quehaceres de la vida diaria no ocupaban tan sólo sus manos, sino su corazón y sus pensamientos.

Marta, Marta —le dijo el SEÑOR—, tú te afanas y preocupas por muchas cosas, pero una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no le será quitada (Lc 7,41-42). Ahora lo diría el Señor de esta manera, ya que hay muchas Martas entre nosotros: «¡Marta, Marta, qué distraída estás, qué agitada, qué nerviosa! Veo que haces oración, pero, ¡por dónde van tus pensamientos mientras oras! ¡Por la casa del vecino! ¡Por la cocina! ¡Por la tienda! ¡Por las películas! ¿Era Marta una muchacha mala? De ninguna manera. Llegó a ser santa. Pero entonces estaba bastante desorientada; sus pensamientos iban a ras de tierra.

También hoy hay muchas personas que son otras Martas. Sus cabezas parecen una central telefónica o un mercado; todos los pensamientos entran y salen. No pensamientos pecaminosos, sino tan sólo frívolos, terrenos, superfluos. Hay Martas que lo leen todo. No cosas malas, inmorales, sino ensueños vanos, ninguna lectura religiosa seria y profunda. Suelen trabajar mucho, pero sin pensar para nada en Dios; todo lo hacen a ras de tierra.

Menos mal que —gracias a Dios— junto a las Martas también están las Marías. ¿Quién era María, la hermana de Marta? Al principio, una gran pecadora. Una joven que vivía al vaivén de la moda, que sólo vivía para el placer y la vanidad, hasta que de repente, Jesucristo se cruzó por su camino y desde aquel momento murió la María pecadora y empezó la vida de la Magdalena arrepentida Abandonó los criterios del mundo —el afán de destacar ante los demás, el lujo, el baile, la moda, las amistades pecaminosas…—, y se puso a seguir a Jesús. Se sentó a sus pies, y aun cuando tenía que alejarse, obligada por sus trabajos, siempre tenía presente a Jesús en su corazón.

Es la actitud con que deberíamos salir de la Santa Misa y de los oficios litúrgicos: Voy a trabajar, pero ¡no olvido a Jesús! Voy a la cocina, pero ¡sigo teniendo presente a Jesús! Voy a la oficina, a la fábrica, al taller, a la universidad, pero ¡Jesús está siempre conmigo! He de sufrir, pero ¡en presencia de Jesús! He de llevar la cruz, pero ¡en presencia Jesús! Esto nos enseña la Santa Misa debidamente participada. A ese fin debe tender la Misa dominical.

Santa Misa - El valor de la liturgia

EL VALOR DE LA LITURGIA PARA LA COMUNIDAD

Dos campesinos rusos compartían un santo anhelo: querían hacer una peregrinación a Tierra Santa. Por fin un día pudieron realizarlo: habían reunido el dinero que necesitaban y emprendieron el camino. Tuvieron que atravesar una región diezmada por la hambruna, y al entrar uno de los peregrinos en una choza para pedir de beber, vio que allí la miseria era tan espantosa, que no pudo proseguir su camino; repartió su pan y su dinero, y se quedó a cuidar a los enfermos. Cuando estos curaron y el hambre amainó, como no le quedaba dinero, se tuvo que volver a Rusia sin haber visto Tierra Santa.

El otro campesino llegó entre tanto a Jerusalén, y mientras iba visitando las iglesias, esperaba, esperaba la llegada de su compañero. ¡En vano! Por fin, un día, estando orando en la iglesia del Santo Sepulcro, ve a su compañero, que está allí, junto al altar, rodeado por una suave luz. Quiere esperarle a la salida, pero en vano: otra vez ha desaparecido. Por fin se pone en camino solo, para regresar a Rusia. Durante el viaje se entera de las obras de caridad que hizo su compañero, y entonces comprende el significado de la visión que tuvo: ayudar a los menesterosos es más agradable a Dios que peregrinar a Jerusalén…

¿Por qué traigo a colación este cuento de un escritor ruso? Para reafirmar lo que la Iglesia enseña: la liturgia es necesaria, pero que por sí sola no basta; se ha de acompañar de una vida cristiana. El culto exterior ha de fundamentarse en el amor a Dios y a los hermanos. El culto exterior reclama las buenas obras. El árbol de la santidad debe dar fruto. Del árbol estéril dijo Jesús: «Será cortado y echado al fuego». Sigamos el ejemplo de los santos. En ellos el amor al prójimo se acrecentaba justamente en la oración y la participación de la Santa Misa.

El que deja la oración y la vida espiritual, al poco tiempo sentirá que disminuye su amor al prójimo.

No puede ser de otra manera, pues el que ama a Dios, ama y ayuda a su prójimo. Los santos dedican mucho tiempo a la oración, si pueden van a Misa todos los días, y se confiesan y comulgan frecuentemente y con gran fervor. Y a la vez realizan las obras más sublimes de amor al prójimo. Mientras que el que deja la oración y la vida espiritual, al poco tiempo sentirá que disminuye su amor al prójimo.

En ninguna parte vive tan solitario el hombre como en la gran ciudad. El que quiere vivir solo, sin que nadie le estorbe, puede estar allí mejor que un ermitaño o que un cartujo. ¿Quién se preocupa de saber si en tal o cual calle, entre los doscientos o trescientos habitantes de una casa de alquiler de cinco pisos, hay un señor o una señora de edad avanzada, que tiene siempre puestas las cortinas de las ventanas, que sólo sale de vez en cuando, que no conoce a nadie y nadie le conoce? El que quiera pasar desapercibido puede hacerlo muy bien en la gran ciudad.

Pero a la vez —éste es el punto trágico de la gran ciudad— el hombre puede morir abandonado, sin que nadie se entere hasta que descubran su cadáver pasados tres días. ¡Cuántos hay en las grandes ciudades desprovistos de todo! ¡Cuántos se sienten solos! Huéspedes en pensiones, sin trabajo estable, sin hogar, venidos de provincias…

Pues bien: los católicos nunca están solos. Llega el domingo y con el domingo la Misa en la parroquia. Junto a mí están mis hermanos, hijos del mismo Padre celestial. En la iglesia todos somos iguales. Es cierto: el joven se levanta para ceder el puesto al anciano; el hombre, para cederlo a la mujer; pero en lo demás todos somos iguales. El director de la fábrica reza al lado del operario; el jefe de oficina se arrodilla junto al portero; la dueña de una casa, al lado de su empleada de hogar…, y el celebrante los saluda a todos diciendo: ¡Hermanos! ¡El Señor esté con vosotros! Y todos contestan: Y con tu espíritu.

La Iglesia pone cada domingo en la Santa Misa un hombre junto al otro. Acerca a los que durante la semana están distanciados por su oficio. Junta las clases sociales entre las cuales la fortuna, el nacimiento, la cultura, levantan una pared de separación. Ésta es la magnífica democracia cristiana. ¡Democracia! Un problema todavía por resolver en muchos sectores de la sociedad. Pues bien: la Iglesia lo resuelve cada domingo.

Un ejemplo: Día de la primera comunión. Los niños van a comulgar por vez primera. La hija del director de la fábrica está arrodillada junto a la hija del chófer, y ambas llevan el mismo velo blanco. Dos sacerdotes jóvenes celebran su primera Misa: uno es el hijo de un labrador, el otro, hijo de un gran propietario. Y el puede llegar a ser obispo o cardenal, y el hijo de familia distinguida y rica puede quedar como simple párroco de pueblo… ¿Hay democracia más sublime?

En la homilía de la Misa el celebrante promete la vida eterna a todos, sin hacer distinción entre el rico y el barrendero, con tal de que lleven una vida honrada; y también advierte del peligro de la condenación eterna, tanto al embajador como al pobre gitano, a quien lleva una vida mala. Esto es democracia. Un miserable mendigo va a confesarse y recibe la absolución de sus pecados, porque está arrepentido; después de él se arrodilla en el confesonario una señora distinguida, y no recibe la absolución, porque no quiere romper con sus pecados. Esto es democracia.

En principio, todos tenemos la misma dignidad dentro de la iglesia. Si a pesar de todo, se guardan las distancias o hay enfrentamientos a veces, esto es consecuencia del pecado original.


A muchos hombres no les gusta meditar las verdades eternas, y por esto se quedan como niños durante toda su vida, niños irresponsables y superficiales, niños que pasan la vida de cualquier manera, despilfarrando con increíble frivolidad los valores más santos: la pureza de su alma, sus buenas costumbres, su dignidad, su vida eterna.

Voy a hacer una visita. Toco el timbre. Se abre la puerta. La empleada me dice: «Los señores no están en casa. Han salido.» ¡De cuántos hombres se podría decir también: Este nunca está en casa. Ha salido. Sus pensamientos corren siempre tras las diversiones, en pos del dinero y de los placeres. Está enterado de todo, menos del estado de su alma. Para sí mismo nunca tiene tiempo: ¡nunca está en casa! Y, sin embargo, ¡qué profunda sabiduría encierran las tres palabras que San Bernardo escribió al Papa Juan: «¡Sé tú mismo en todas partes! No te dejes absorber por el mundo hasta el punto de perderte para ti mismo».

¿Conoces ya el valor que tiene nuestra liturgia? ¿Sabes ya qué cosa es la Misa Dominical? Cuando el alma vive la liturgia, está como en su propia casa. Es como tomar un descanso en la carrera de la vida, para renovar las fuerzas.

Después de la luchas y del trabajo de la semana, la Misa Dominical renueva nuestro espíritu. Si participamos en ella con fervor y oramos con devoción, podremos enfrentar robustecidos, animosos y con esperanza, los deberes y las tentaciones que sobrevengan en la siguiente semana.

Gracias a Ti, Jesucristo, que nos has dado la Santa Misa, y gracias a Ti, Iglesia católica, que como santa madre, nos has impuesto la obligación, por nuestro bien, de participar de la Misa todos los domingos y fiestas de precepto.

Tomado del libro «Los Mandamientos»

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1 comentario en “El valor de la liturgia”

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