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Santa Elena y la cruz de Cristo: entre la historia y la leyenda

El hallazgo del Santo Madero es un hecho histórico que sucedió realmente, enriquecido posteriormente por la compleja tradición de la Inventio Crucis, atribuida a Santa Elena. A ella se debe el mérito de haber llevado a Constantino hacia la tolerancia y la promoción del cristianismo, que llevaron a la cristianización del Imperio, fundamento de la Europa cristiana.
Santa Elena y la cruz de Cristo: entre la historia y la leyenda

Por Ada Grossi, PrimerosCristianos.org

Santa Elena era madre del emperador Constantino, en cuya conversión influyó. Ya muy anciana, deseosa de venerar los lugares santificados por la presencia de su Salvador, fue a Tierra Santa, buscando todos los vestigios cristianos. Tuvo la fortuna de encontrar y distinguir por repetidos milagros la Cruz del Redentor. Su fiesta litúrgica se celebra el 18 de agosto

Sobre los lugares santos levantó espléndidas basílicas, así en el Calvario, otro en el monte de los Olivos y en Belén. Terminada su peregrinación, volvió junto a su hijo, en cuyos brazos murió el año 328 ó 329.

San Ambrosio narra que a pesar de ser la madre del emperador, Santa Elena se vestía con sencillez, se mezclaba con los pobres y utilizaba el dinero que su hijo le daba para repartir limosnas. También era muy piadosa y pasaba muchas horas rezando en el templo.

El descubrimiento de la Vera Cruz: entre la historia y la leyenda

«¡Qué maravilla es poseer la cruz!», escribía en el siglo VIII San Andrés de Creta. Y de nuevo: «Si no existiera la cruz, tampoco existiría Cristo crucificado»

La cruz es el símbolo cristiano por excelencia. Portadora de redención para cada criatura, es el instrumento por medio del cual se cumplió la Pasión de Cristo y, por tanto, es el signo del amor gratuito y misericordioso de Dios.

Aunque la Iglesia enseña claramente qué es y qué representa la cruz, la historia, en cambio, no es capaz de esclarecer del todo los hechos concretos de este madero santo, cuyo descubrimiento en Jerusalén se atribuye a Santa Elena: del trozo de cruz custodiado en ese lugar, en la basílica del Santo Sepulcro (construida por deseo de Constantino), se perdió el rastro después de la derrota de la batalla de los Cuernos de Hattin (1187); los hechos relacionados con los otros fragmentos, verdaderos o presuntos, son casi imposibles de reconstruir.

Por consiguiente, es necesario, sobre todo, analizar la situación de la inventio en sí misma, a través de un examen meticuloso y honesto de los datos correspondientes a la peregrinación de Elena a Tierra Santa (327-328).

El silencio de Eusebio

El hallazgo de la cruz se sitúa en el contexto de la operación arqueológica llevada a cabo por Constantino para identificar los lugares del Sepulcro y del Gólgota a fin de erigir una gran basílica (finalizada en el año 355, dañada en varias ocasiones, destruida en 1009 y después reconstruida). Sin embargo, Eusebio [de Cesarea], autor de la Vida de Constantino (337), aunque narra los hechos relacionados con la basílica y la misma Elena, no habla nunca de la Vera Cruz. Su atención está dirigida totalmente a la Anastasis (Resurrección, en griego), es decir, a la iglesia construida sobre el lugar de la tumba vacía, obviando la del Gólgota.

Dicho silencio ha sido objeto de varias especulaciones: aunque es verdad que Eusebio no escribe una crónica y que su objetivo era celebrar el apoyo imperial al cristianismo (de hecho, no hace mención a algunos detalles poco acordes a la imagen de Constantino), la inventio Crucis debería haber sido un elemento importante, que habría que haber evidenciado.  En cambio, cuando incluye en la Vida de Constantino una carta que este escribe a Macario (obispo de Jerusalén encargado de la construcción de la basílica), en la que el emperador cita un «signo de la pasión de Cristo conservado desde hace tiempo bajo tierra», que podría verosímilmente ser la cruz, Eusebio vincula este pasaje al lugar del Sepulcro, no al Gólgota.

¿Por qué? Según algunos, Eusebio quiere evitar que se relacione excesivamente la Vera Cruz con el poder imperial; otros, en cambio, son del parecer de que intenta (inútilmente) redimensionar el estatus excepcional que la cruz confiere a Jerusalén y a su obispo (subordinado de Eusebio, que era obispo de Cesarea y metropolitano de Palestina). Y, en opinión de otros, Eusebio pretende dar mayor relieve al hecho de la Resurrección respecto a la Pasión.

La cruz se recuperó de verdad

Sea como sea, la cruz estaba cerca del Santo Sepulcro: después de Eusebio, todos escriben sobre ella, a partir de Cirilo de Jerusalén, que en las Catequesis (años 40 del siglo IV), refiere que el madero de la cruz era venerado de manera habitual.

Eusebio, menciona la cruz en una carta que escribe al emperador Constancio II, hijo de Constantino, recordando que había sido descubierta durante el reinado de su padre, pero sin dar más detalles.

Tradición y leyenda

Es prudente afirmar que la tradición hagiográfica de la inventio Crucis por parte de Elena nació en la segunda mitad del siglo IV, decenios después de su muerte, con el fin de contribuir a celebrar la cristianización del Imperio a través de una reliquia que era un símbolo de gran fuerza para Constantino, Jerusalén y toda la cristiandad. ¿Acaso había una heroína más adecuada que la augusta madre del emperador, implicada en la obra del hijo, figura ideal de emperatriz, fundadora de iglesias, santa y, sobre todo, presunta descubridora de la Vera Cruz? Y, al contrario, ¿qué seguridad se tiene como para excluir su papel real en el hallazgo?

La Vera Cruz fue reconocida gracias al Titulus Crucis que tenía clavado, es decir, la tabla, con la inscripción en tres lenguas: «Jesús Nazareno, rey de los judíos»

La tradición se consolidó gracias a San Ambrosio que, en la oración fúnebre por el emperador Teodosio (395), fue el primero en describir cómo la Vera Cruz fue reconocida gracias al Titulus Crucis que tenía clavado, es decir, la tabla (que según algunos es la que se conserva actualmente en Roma, en la basílica de la Santa Cruz), con la inscripción en tres lenguas: «Jesús Nazareno, rey de los judíos», y cómo se hallaron también los clavos.

Entre los siglos IV y V, Gelasio de Cesarea y Rufino de Aquilea elaboraron una versión del hallazgo más compleja y probablemente anterior, hasta que la tradición se fijó de manera definitiva antes de la mitad del siglo V, para ser después acogida por el arte: basta pensar en las cimas que alcanzó la inventio Crucis en la iconografía de los códigos miniados carolingios.

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A continuación florecieron diversas redacciones en griego, latín, ciríaco copto y otras lenguas, según tres filones principales: el de la literatura patrística y otros dos de pura fantasía (la leyenda de Protonike y la de Judas Ciríaco), que confluirán en la tradición y el arte medieval.

Al tema de la inventio se vinculó, más tarde, en el siglo VII, el de la Exaltatio Crucis, en recuerdo de cuando el emperador bizantino Heraclio, en 630, llevó de nuevo a Jerusalén la reliquia de la cruz, sustraída a los persas en 614.

Todos ellos, temas reelaborados en clave de promoción de las cruzadas, y a los que se añadió la leyenda medieval del madero de la cruz, que concretó en el Edén el origen «biológico» de ese madero redentor: un complejo de tradiciones que poco a poco se fue enriqueciendo, hasta cristalizar en la Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, en el siglo XIII.

La tradición de la cruz es, por tanto, una leyenda compleja, en la que la figura de Santa Elena está suspendida entre la historia y la leyenda, entrelazadas entre sí hasta el punto de hacer difícil desenmarañarlas. A ella se debe el mérito de haber llevado a Constantino hacia la tolerancia y la promoción del cristianismo, que llevaron a la cristianización del Imperio, fundamento de la Europa cristiana; también a ella se le atribuye la conversión definitiva de su hijo. Su origen sigue siendo desconocido -fue ciertamente humilde-, y lo que sabemos de ella está vinculado sobre todo a su fe y al viaje que llevó a cabo, ya anciana, a los Lugares Santos, además de a Egipto y a Siria, donde visitó distintos monasterios y conoció a hombres y mujeres consagrados a Dios. Esa peregrinación, que fue la verdadera realización de su existencia, produjo un cambio en el cristianismo, y es el motivo por el que siempre será recordada.

La Santa Cruz en la Literatura

Louis de Wohl, autor de la obra biográfica «El árbol viviente, historia de la Emperatriz Santa Elena» narra de esta manera el hallazgo de la Santa Cruz:

«Se acercó a él una comisión formada por tres jóvenes sacerdotes; uno de ellos le dirigió la palabra y le dijo en voz baja algo a propósito de unas cartas que habían llegado de Antioquia; se le requería urgentemente en la ciudad.

– Mi sitio esta aquí –respondió el obispo Macario–. Vete, hijo mío.

Y siguió mirando el hoyo que se abría en la tierra.
No podía ser, por supuesto. Estaba fuera de duda. Pero la más leve, la más remota de las posibilidades…

Sin embargo, había un punto, solamente uno, que le hacia poner en juego la agudeza de su razonamiento: que el Emperador Adriano había mandado a construir un templo a Venus en aquella colina. Adriano… hacia doscientos años; no había sido amigo de los cristianos. La verdad es que los había odiado, tanto como un hombre con una mente tan curiosamente retorcida como la suya podía odiar. Adriano y sus perversos amigos… él podía ser precisamente el hombre a propósito para concebir una idea como aquélla: construir un templo a Venus en el Calvario. La diosa de la lujuria era una abominación para los cristianos… levantarle allí un templo significaba evitar de raíz que aquel lugar se convirtiera en su lugar de reunión para la odiada secta…
Aquello tenía sentido. Pero era la única cosa que lo tenía en todo aquel asunto, y si… Pero ¿qué le pasaba ahora a la Emperatriz? Estaba temblando violentamente…

Desde la profundidad del hoyo llegó un grito prolongado… y después otro… y otro…
– ¡Madera! ¡Madrea! ¡Madrea!

Elena cayó de rodillas; instintivamente, sus damas hicieron lo mismo.

El obispo Macario miró dentro del hoyo; su respiración se agitó. Había tantos trabajadores en la excavación que no se podía ver nada.

En la multitud se había hecho el silencio; un silencio que flotaba en el aire como una cosa viva. No hacia viento.
Incluso los pájaros y los insectos parecían que se habían vuelto mudos.

Sólo se oían los golpes acompasados de un azadón.
El obispo Macario se hincó de rodillas, lanzando una breve y ronca exclamación. Un instante después todo el mundo estaba arrodillado.

Desde el fondo del hoyo fueron surgiendo tres cruces.
Asomaban poco a poco… oscilando conforme los trabajadores tiraban de ellas.

Ya estaban arriba. Un puñado de hombres las seguían con sus azadones y sus palas… uno de ellos traía en la mano algo que parecía un pedazo de pergamino. Todavía salieron más hombres. Se quedaron allí parados, vacilantes, desconcertados, como si no se atreviesen a acercarse a la Emperatriz.

Elena intentó ponerse en pie, pero no pudo. Entre Macario y Simón la levantaron, tomándola cada uno por un brazo. Las rodillas se le doblaban cuando se adelantó, tambaleándose, hasta el pie de las tres cruces; se puso a sollozar y el cuerpo entero le temblaba.

A pesar de su enorme excitación, la mente de Macario trabajaba con admirable claridad. Vio el pergamino en las manos de aquel hombre y reconoció los restos de los caracteres hebreos, griegos y latinos… era el cartel que había mandado escribir Pilato. Así es que una de aquellas tres cruces tenía que ser la verdadera Cruz.

¿Pero cuál?

Antes de que pudiera terminar su pensamiento, Elena se abrazó a una de las cruces, como una madre se abraza con su hijo. Después, con un rápido movimiento, agarró al pequeño Simón por un hombro y tiró de él hacia ella. Con los ojos llenos de espanto, el muchacho vio cómo ella tomaba su brazo tullido y le hacía tocar la madera de la Cruz.

Simón lanzó un gemido. Una lengua de fuego pareció recorrerle el brazo de arriba abajo, como si le ardiera. Atónito, vio con estupefacción que el brazo le obedecía. Sobrecogido, comprobó que, por primera vez desde hace siete años, los dedos de su mano derecha se movían. Lo intentó otra vez, y otra vez se movieron. Trató después de balancear el brazo… primero hacia arriba… luego hacia los lados…

A la multitud le pareció que estaba haciendo el signo de la Cruz.

Muchos de los presentes conocían a Simón, el tullido… y una ola de asombro recorrió a los espectadores.
Los ojos de Elena y de Macario se encontraron. Muy despacio, el obispo se inclinó y besó el madero de la Cruz».

Otra Narración

Otros historiadores comentan que cuando aparecieron las tres cruces, Elena recibió la noticia con gran júbilo. Sacadas a la luz, sólo restaba saber determinar aquella en la que estuvo clavado Nuestro Señor Jesucristo. Relatan que el obispo Demetrio tuvo la idea de organizar una procesión solemne, con toda la veneración que el asunto requería, rezando plegarias y cantando salmodias, para poner sobre las cruces descubiertas el cuerpo de una cristiana moribunda por si Dios quisiera mostrar la Vera Cruz. El milagro se produjo cuando se le colocó sobre la tercera de las cruces a la pobre enferma que se recuperó milagrosamente la salud.

Tres partes mandó hacer Elena de la Cruz. Una se trasladó a Constantinopla, otra quedó en Jerusalén y la tercera llegó a Roma donde se conserva y venera en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén.

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