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Santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen María

(Mateo 13, 16-17) «¡Felices de vuestros ojos porque ven, vuestros oídos porque oyen!»
Santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen María

Evangelio según san Mateo 13, 16-17

«Pero vosotros, ¡felices de vuestros ojos porque ven, vuestros oídos porque oyen! En verdad, os digo, muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; oír lo que vosotros oís y no lo oyeron».

***

Memoria de los Santos Joaquín y Ana

Memoria de san Joaquín y santa Ana, padres de la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, cuyos nombres se conservaron gracias a la tradición de los cristianos.

El protoevangelio de Santiago cuenta que los vecinos de Joaquín se burlaban de él porque no tenía hijos. Entonces, el santo se retiró cuarenta días al desierto a orar y ayunar, en tanto que Ana (cuyo nombre significa Gracia) «se quejaba en dos quejas y se lamentaba en dos lamentaciones». Un ángel se le apareció y le dijo: «Ana, el Señor ha escuchado tu oración: concebirás y darás a luz. Del fruto de tu vientre se hablará en todo el mundo».

A su debido tiempo nació María, quien sería la Madre de Dios. Esta narración se parece mucho a la de la concepción y el nacimiento de Samuel, cuya madre se llamaba también Ana ( I Reyes, I ). Los primeros Padres de la Iglesia oriental veían en ello un paralelismo. En realidad, se puede hablar de paralelismo entre la narración de la concepción de Samuel y la de Juan Bautista (Martirologio Romano).

Esterilidad Misteriosa

De este modo vivió el santo matrimonio de San Joaquín y Santa Ana durante largos años sin que la menor sombra alterase la serenidad de aquel cielo doméstico en el que reinaban, con absoluto imperio, la paz espiritual, el amor honesto y desinteresado, y la pureza de costumbres.

Un solo sentimiento, nacido de las preocupaciones de la sociedad mosaica más que del propio deseo, empañaba a veces la felicidad de aquel hogar, y traía al ánimo de Santa Ana motivos de resignada tristeza. La esterilidad privaba a estos esposos de la alegría más dulce que podía desear un matrimonio en Israel: la esperanza de ser los ascendientes del Mesías, o al menos de poder presenciar en su posteridad los días del Salvador.

«Dichoso seré —exclamaba el viejo Tobías moribundo— si queda algún descendiente de mi linaje para ver la claridad de Jerusalén». Por esto la esterilidad era considerada entre los judíos como una especie de oprobio y como una maldición de Dios.

El dolor de Ana y Joaquín no era debido a aquella aparente humillación que recaía sobre ellos, pues la sobrellevaban con resignada paciencia, y con sumisión a la voluntad de Dios, sino más bien a la consideración de la venida del Mesías, tanto más que los tiempos prescritos para la realización del augusto misterio estaban ya próximos, y el Salvador, según las profecías, había de nacer precisamente de la familia de David.

Visita del Ángel

Celebrábase una de las fiestas legales más solemnes: la de los Tabernáculos; y al igual que la multitud de los jefes de familia que se reunían en el Templo para presentar sus ofrendas, acudieron también Joaquín y Ana a la ciudad santa. Mas, por mucha que fuese la nobleza
de su estirpe, los sacerdotes se las rehusaron públicamente.

— ¿Cómo pueden ser aceptas al Señor —les dijeron— las ofrendas de un matrimonio al que Él no se ha dignado hacer fecundo ni concederle lo que concede a tantos otros? ¿Qué crimen oculto le ha irritado contra vuestro hogar para que os haya negado un fruto de bendición?

Joaquín no se justificó. Sumisos ambos esposos a la voluntad de Dios que los probaba, aceptaron sin murmurar tan terrible afrenta, y salieron del templo para volverse a Nazaret. Unos días después, fuese Joaquín a una montaña cercana a apacentar sus rebaños, y allí permaneció por espacio de cinco meses, llevando vida de intensa oración y ayuno.

Ana, por su parte, rogaba ardientemente al Altísimo que les concediera por fin lo que tanto deseaban. Un día en que sentada en su jardín de Nazaret, donde vivía recogida, suplicaba con mayor fervor al Señor, apareciósele el Arcángel Gabriel, y le anunció de parte de Dios que sus
oraciones habían sido oídas; le predijo el nacimiento de una hija que se llamaría María, objeto de la predilección de Dios y de la veneración de los ángeles. Al mismo tiempo, era comunicada a Joaquín la grata nueva.

Pronto comprendió Ana que ella misma era un santuario en donde el Altísimo había realizado el más admirable prodigio que había salido de sus manos y que únicamente la maravilla de la Encarnación había de superar. En su seno acababa de cumplirse la inmaculada concepción de la Virgen María, misterio inefable de amor y de gracia.

Después de María, que fue objeto de la Inmaculada Concepción, no hay nadie más íntimamente unida a este misterio que Santa Ana, lo que nos hace suponer cuál sería su eminente santidad. Rebosaba en Joaquín la felicidad con que el cielo había premiado sus esperanzas, y el altísimo honor que aquella traía aparejada. Tomó, pues, diez corderos y los hizo sacrificar en el Templo en acción de gracias.

POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS
De los sermones de san Juan Damasceno, obispo

Ya que estaba determinado que la Virgen Madre de Dios nacería de Ana, la naturaleza no se atrevió a delantarse al germen de la gracia, sino que esperó a dar su fruto hasta que la gracia hubo dado el suyo. Convenía, en efecto, que naciese como primogénita aquella de la que había de nacer el primogénito de toda la creación, en el cual todo se mantiene.

¡Oh bienaventurados esposos Joaquín y Ana! Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció al Creador el más excelente de todos los dones, a saber, aquella madre casta, la única digna del Creador.

Alégrate, Ana, la estéril, que no dabas a luz, rompe a cantar de júbilo, la que no tenías dolores. Salta de gozo, Joaquín, porque de tu hija un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, y será llamado: “Ángel del gran designio” de la salvación universal, «Dios guerrero». Este niño es Dios.

¡Oh bienaventurados esposos Joaquín y Ana, totalmente inmaculados! Sois conocidos por el fruto de vuestro vientre, tal como dice el Señor: Por sus frutos los conoceréis. Vosotros os esforzasteis en vivir siempre de una manera agradable a Dios y digna de aquella que tuvo en vosotros su origen. Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo.

¡Oh castísimos esposos Santos Joaquín y Ana! vosotros, guardando la castidad prescrita por la ley natural, conseguisteis, por la gracia de Dios, un fruto superior a la ley natural, ya que engendrasteis para el mundo a la que fue madre de Dios sin conocer varón. Vosotros, comportándoos en vuestras relaciones humanas de un modo piadoso y santo, engendrasteis una hija superior a los ángeles, que es ahora la reina de los ángeles. ¡Oh bellísima niña, sumamente amable! ¡Oh hija de Adán y madre de Dios! ¡Bienaventuradas las entrañas y el vientre de los que saliste! ¡Bienaventurados los brazos que te llevaron, los labios que tuvieron el privilegio de besarte castamente, es decir, únicamente los de tus padres, para que siempre y en todo guardaras intacta tu virginidad!

Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad. Alzad fuerte la voz, alzadla, no temáis.
(Sermón 6, Sobre la Natividad de la Virgen María, Oficio de Lecturas de la Memoria de los Santos Joaquín y Ana).

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Oración a San Joaquín y Santa Ana

Oh dignos padres de María siempre Virgen, San Joaquín y Santa Ana, yo, su humilde servidor, lleno de confianza en su bondad, me ofrezco hoy todo a ustedes y propongo honrarlos siempre tanto como sea posible, para satisfacer tu corazón, santísima hija, mi reina María. No te dignes aceptarme como tu siervo y ayudarme en todas mis necesidades, tanto de alma como de cuerpo. En particular, obtenga para mí la más tierna devoción a su hija y a mi Madre queridísima.

Oh mis santos protectores, quisiera amar a María como ustedes la aman. Pero este deseo es superior a mi fuerza, mi corazón está demasiado apegado a las criaturas para elevarse tan alto. Me dirijo, por tanto, a ti y te suplico, por el amor de la misma Virgen, concédeme la gracia de amarla, honrarla y servirla con todas mis fuerzas; y junto con la devoción a María, me obtiene un amor ardiente por Jesucristo, su divino Hijo y vuestro descendiente según la carne.

Tomado de «El Santo de Cada Día»

Esta homilía apareció por primera vez aquí el  26 de julio de 2021.
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