El organismo espiritual

La vida interior es para todos y para cada uno de nosotros la única cosa necesaria. Por eso debiera desarrollarse constantemente en nuestra alma con mucha mayor fuerza que la llamada vida intelectual, científica, artística o literaria.

Porque la vida interior es la vida íntima y profunda del alma, del hombre completo; y no tan sólo la de alguna de sus potencias. La misma vida intelectual ganaría no poco si, en vez de suplantar la espiritual, reconociera su necesidad y sus excelencias; y se aprovechara de su eficacia que, en último resultado es la eficacia de las virtudes teologales y la de los dones del Espíritu Santo.

¡Qué tema tan serio y fecundo se encierra en solas estas dos palabras: Intelectualidad, Espiritualidad! Y es también evidente que, sin una sólida vida interior, no se puede ejercer una influencia social.

La necesidad de la vida interior

El Evangelio lo formula con aquellas sencillas palabras: «Buscad primero el reino de Dios; y todo lo demás se os dará Por añadidura» (Mt 6, 33; Lc 12, 31). En nuestros días el mundo se halla gravemente enfermo porque ha olvidado esta verdad fundamental que, sin embargo, es elementalísima para todo cristiano.

«Sed perfectos como los ángeles», sino «como es perfecto vuestro Padre celestial». Esto encierra un principio de vida, que es una participación de la vida misma de Dios. Por encima de los diversos reinos de la naturaleza: reino mineral, vegetal y animal; por encima del reino del hombre; y aun por encima de la actividad natural de los ángeles está la vida del reino de Dios: vida cuyo pleno desenvolvimiento se llama no solamente la vida futura de que hablaron los más ilustres filósofos de la antigüedad, sino la vida eterna, que, como la del mismo Dios, se mide, no por el tiempo futuro, sino por el único instante de la inmutable eternidad.

Nosotros somos llamados a ver a Dios, no sólo en el espejo de las creaturas, por muy perfectas que sean, sino también a verle directa e inmediatamente, sin la intervención de creatura alguna, y aun sin el intermedio de ninguna idea creada; porque ésta, aunque se la suponga muy perfecta, no podrá representar, tal como es en sí, al que es el mismo pensamiento, verdad infinita, pura luz intelectual eternamente subsistente, llama viva de amor sin límites ni medida.

Nadie será capaz de explicar el gozo y el amor que en nosotros producirá esta visión: amor de Dios tan puro y tan intenso, que ninguna cosa podrá destruirlo ni entibiarlo en lo más mínimo.

La vida interior supone además la lucha contra todo lo que nos inclina a volver al pecado, y una constante aspiración del alma hacia Dios.

Indudablemente no basta, para llevar verdadera vida interior, el estar en estado de gracia, como lo está un niño después del bautismo o el penitente luego de la absolución de sus pecados. La vida interior supone además la lucha contra todo lo que nos inclina a volver al pecado, y una constante aspiración del alma hacia Dios.

La parte sensitiva del alma es común al hombre y al animal; comprende los sentidos externos, los sentidos internos, la imaginación y la memoria sensible, y la sensibilidad o apetito sensitivo, del cual derivan las diversas pasiones o emociones que llamamos el amor sensitivo y el odio, el deseo y la aversión, la alegría sensitiva y la tristeza, la esperanza y la desesperación, la audacia y el temor, y la cólera. Esta vida sensitiva existe íntegramente en el animal, bien que sus pasiones sean apacibles, como en el cordero y la paloma, o bien violentas, como en el lobo y el león. Elevada sobre esta parte sensitiva, común al hombre y al animal, existe en nuestra naturaleza una porción intelectual, común al hombre y al ángel, bien que en el ángel sea mucho más vigorosa y más bella. Merced a esta parte intelectual, nuestra alma es superior al cuerpo; por eso la llamamos espiritual y no depende intrínsecamente del cuerpo, y así ha de sobrevivir después de la muerte.

De la esencia del alma y de esta porción elevada derivan en nosotros dos facultades superiores, la inteligencia y la voluntad. La inteligencia conoce, no solamente las cualidades sensibles, los colores, los sonidos, sino que conoce el ser, lo real inteligible, de las verdades necesarias y universales como ésta: «Nada sucede sin una causa y, en último término, sin una causa suprema; hay que hacer el bien y evitar el mal; haz lo que debes, pase lo que pase». Jamás podrá llegar el animal al conocimiento de estos principios; aunque su imaginación se perfeccionase indefinidamente, jamás alcanzará, ese orden intelectual de las verdades necesarias y universales; nunca pasa del orden de las cualidades sensibles, conocidas en su singularidad contingente.

Como la inteligencia conoce el bien de una manera universal, y no solamente el bien deleitable o útil, sino el bien honesto y racional, como por ejemplo: «vale más morir que ser traidor», igualmente, y como una consecuencia, la voluntad puede amar este bien y querer realizarlo. Por ese camino, es inmenso su dominio sobre la sensibilidad y las emociones comunes al hombre y al animal. Por la inteligencia y la voluntad el hombre se asemeja al ángel; aunque nuestra inteligencia, a diferencia de la inteligencia angélica, depende, en esta vida, de los sentidos que le presentan los primeros objetos de su conocimiento.

Las dos facultades superiores, inteligencia y voluntad, pueden desarrollarse grandemente, como sucede en los hombres de genio y en los que se ocupan en actividades superiores, pero podrían esos hombres no llegar nunca a conocer ni amar la vida íntima de Dios, que es de otro orden, de un orden absolutamente sobrenatural, lo mismo en el ángel que en el hombre.

La gracia santificante, que comienza a hacernos vivir en este orden superior, supraangélico, de la vida íntima de Dios, es como un injerto divino recibido en la esencia misma de nuestra alma

Ahora bien, la gracia santificante, germen de la gloria, semen gloriae, nos introduce en este orden superior de verdad y de vida. Es ella vida esencialmente sobrenatural, participación de la vida íntima de Dios, participación de la naturaleza divina, ya que nos dispone desde ahora a ver un día a Dios como él se ve a sí mismo y a amarle como se ama Él. San Pablo nos lo ha dicho (1 Cor 9): «Hay cosas que ni el ojo vió, ni la oreja oyó, ni han llegado al corazón del hombre; las cosas que Dios ha preparado para los que le aman. A nosotros las ha revelado Dios por su Espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo, aun las profundidades de Dios». La gracia santificante, que comienza a hacernos vivir en este orden superior, supraangélico, de la vida íntima de Dios, es como un injerto divino recibido en la esencia misma de nuestra alma, con el fin de sobre elevar su vitalidad y permitirle dar, no solamente frutos naturales, sino los sobrenaturales, acciones dignas de la vida eterna. Este injerto divino de la gracia santificante es pues en nosotros algo que está muy sobre la vida natural de nuestra alma espiritual e inmortal, una vida esencialmente sobrenatural, muy superior a los milagros sensibles. Desde este momento, esta vida de la gracia se desarrolla en nosotros en forma de virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Así como en el orden natural, de la esencia misma de nuestra alma derivan nuestras facultades intelectuales y sensitivas, del mismo modo, en el orden sobrenatural, de la gracia santificante, recibida en la esencia del alma, derivan, en nuestras facultades superiores e inferiores, las virtudes infusas y los dones, que constituyen, con la raíz de donde proceden, nuestro organismo espiritual o sobrenatural. Este organismo espiritual nos fue dado en el bautismo, y se nos vuelve a dar por la absolución, cuando hemos tenido la desgracia de perderlo.

En efecto, es mucho menor la distancia entre la gracia y la gloria que la que media entre la gracia y la naturaleza del hombre o del ángel más perfecto. Todos los cuerpos juntos y todos los espíritus juntos y todas sus producciones, no valen lo que el menor movimiento de caridad; porque ésta pertenece a un orden infinitamente más elevado. Toda la muchedumbre de los cuerpos que pueblan el universo no sería capaz de elaborar un solo pensamiento: se trata de cosas imposibles y de órdenes diversos. Todos los cuerpos y espíritus juntos no podrían producir un solo movimiento de verdadera caridad: esto es imposible y de otro orden sobrenatural.

Ahora se podrá comprender el gran error de Lutero acerca de la justificación, puesto que pretendía explicarla no por la infusión de la gracia y de la caridad, que borran los pecados, sino solamente por la fe en Jesucristo, al margen de las obras y del amor; o Por la simple imputación exterior de los méritos del Salvador imputación que, sin borrarlos, los cubriría con un velo; y así dejaba al pecador con sus manchas y en su corrupción. De este modo la voluntad no quedaba regenerada por el amor sobrenatural de Dios. Evidentemente, la fe en los méritos de Jesucristo y Ia imputación exterior de su justicia no bastan para que el pecador sea justificado o convertido. Se necesita, además, que quiera observar los preceptos del amor de Dios y del prójimo. «Si alguno me ama, guardará mis mandamientos; y mi Padre le amará; y vendremos a él y estableceremos en él nuestra morada» (Jn 14, 23). «El que permanece en caridad, permanece en Dios; y Dios, en él» (1 Jn 4, 16).

Esta vida eterna comenzada forma un verdadero organismo espiritual, que debe desarrollarse constantemente hasta el día de nuestra entrada en el cielo. La gracia santificante, recibida en la esencia del alma, es el principio radical de este organismo imperecedero que debería durar siempre si el pecado mortal, desorden en las entrañas mismas de ese nobilísimo ser, no viniese algunas veces a destruirlo.

De haber sido creados en el estado de pura naturaleza, sin la vida de la gracia, pero dotados de un alma espiritual e inmortal, nuestra inteligencia no hubiera por eso dejado de estar ordenada al conocimiento de la verdad; ni nuestra voluntad inclinada al amor del bien. En esa hipótesis, hubiéramos tenido por fin conocer a Dios, Soberano Bien, autor de la naturaleza; y amarle sobre todas las cosas. Pero no lo hubiéramos conocido más que por el reflejo de sus perfecciones en las creaturas, como lo han conocido los grandes filósofos paganos; aunque de una manera más cierta y sin mezcla de errores. Dios hubiera sido para nosotros la causa primera y la Inteligencia suprema que ordena todas las cosas.

En esta bienaventuranza natural siempre hubiéramos podido exclamar con cierta desilusión: Si, no obstante, me fuera concedido ver a ese Dios, fuente de toda bondad; y verle cara a cara, como es en sí!

Lo que ni el más poderoso raciocinio, ni la inteligencia natural de los ángeles pueden descubrir, nos lo ha declarado la divina Revelación. Ella nos dice que nuestro fin último es esencialmente sobrenatural; y que consiste en el ver a Dios inmediatamente, cara a cara, y como es en sí (I Cor. 13, 12; 1 Juan, 3, 2). «Dios nos ha predestinado a ser semejantes a la imagen de su único Hijo, para que sea él el primogénito entre sus muchos hermanos» (Rom 8, 29). «Ni el ojo del hombre vio, ni el oído oyó, ni el corazón puede sentir las cosas que Dios tiene preparadas a los que le aman» (1 Cor 2, 9).

Las tres edades de la vida espiritual

Se admite generalmente que la infancia dura hasta la época de la pubertad, o sea, hasta los catorce años, poco más o menos. Si bien es cierto que la primera infancia cesa al llegar al uso de la razón: alrededor de los siete años. La adolescencia se extiende de los catorce a los veinte. Viene después la edad madura, en la que se distingue el período que precede a la plena madurez y el que, a partir de los treinta y cinco años, poco más o menos, abarca toda Ia época que acaba en los días de la vejez.

En la infancia el niño no tiene aún el juicio desarrollado; no organiza racionalmente; sino que se guía, sobre todo, por la imaginación y por los impulsos de la sensibilidad. Y cuando empieza a despertar la razón, ésta continúa extremadamente subordinada a los sentidos.

Al salir de la infancia, hacia los catorce años, en la época de Ia pubertad, se verifica una transformación, no sólo orgánica, sino también psicológica, intelectual y moral.

Veremos oportunamente que el principiante que, al tiempo debido, no llega a ser aprovechado, termina mal o continúa siendo un alma atrasada, tibia y como enana en el orden espiritual. Y, según lo han repetido frecuentemente los Padres de la Iglesia, se cumple también aquí aquello de que: el no ir adelante es volver atrás.

Lo que, ante todo, queremos encarecer aquí es que así como, para pasar de la infancia a la adolescencia hay una crisis, más o menos latente y más o menos difícil de vencer, la pubertad que es a la vez crisis física y psicológica, de igual suerte hay una crisis análoga para pasar de la vía purgativa de los principiantes a la vía iluminativa de los aprovechados. Esta crisis la han descrito muchos insignes maestros de espíritu, entre otros, Taulero; pero, especialmente, San Juan de la Cruz, quien la llama purificación pasiva de los sentidos.

Y así como el adolescente, para llegar, cual conviene, a la edad madura, debe atravesar con gran tino la otra crisis de Ia primera libertad y no abusar de ésta, cuando se vea libre de la vigilancia y cuidado paterno, así también, para pasar de Ia vida iluminativa de los aprovechados a la vida unitiva, hay otra crisis, que menciona Taulero y que San Juan de la Cruz describe, llamándola purificación pasiva del espíritu: crisis a que con gran propiedad se puede dar el nombre de tercera conversión o, mejor aún, de transformación del alma.

Sin duda, San Juan de la Cruz describe el progreso espiritual según el modo con que se manifestaba principalmente en las personas contemplativas y en las más generosas de entre ellas, como medio para llegar lo más prontamente posible a la unión con DiosAsí es que nos muestra en toda su alteza cuáles sean las leyes exteriores de la vida de la gracia. Pero estas leyes, aunque de una manera menos rígida, se aplican también a otras almas que no logran subir a las cimas de la perfección, pero, con todo, caminan generosamente, sin detenerse ni volver atrás.

Debe haber en la vida espiritual de los principiantes una conversión, semejante a la segunda conversión de los Apóstoles, al consumarse la pasión del Salvador y que, más tarde, antes de entrar en la vida de unión de los perfectos, debe haber una tercera conversión o transformación del alma, parecida a la que se obró en los Apóstoles en el día de Pentecostés.

P. Reginaldo Garrigou Lagrange

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