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La olvidada mortificación

La aceptación resignada de las cruces que Dios nos envía es ya un grado muy estimable de amor a la cruz. Más perfecto aún es tomar la iniciativa y salirse al paso del dolor practicando voluntariamente la mortificación cristiana en todas sus formas.
La-mortificación-olvidada

No hay perfección ni virtud posible sin la mortificación, ¿Cómo seremos castos, si no mortificamos el apetito del deleite que nos inclina tan fuertemente a los placeres peligrosos y malvados? ¿Cómo tener templanza, si no reprimimos la gula? ¿Cómo seremos humildes, mansos y caritativos sin domeñar las pasiones de la soberbia, de la ira, del odio y de la envidia que duermen en el fondo de todo corazón humano?

Por Germán Mazuelo-Leytón

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Hace algunos años, cuando aún obispo de Rancagua, Chile, el hoy cardenal Jorge Medina, posteriormente Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, dirigió a sus diocesanos una Carta Pastoral sobre la mortificación.

Modernísima carta pastoral

Cuando conocí el escrito del entonces obispo Medina Estévez, para mí al menos fue una revelación porque puso sobre el tapete de la actualidad, el tema de la mortificación, ingrediente olvidado en la vida cristiana por lo que el mundo va como va.[1]

«La relajación de la práctica penitencial ha tenido lugar bajo el supuesto de una más madura conciencia ascética de los fieles y con el intento de espiritualizar y refinar la mortificación. Pero el supuesto es desmentido por los hechos. Los pueblos cristianos gozan generalmente de abundantes placeres sensuales y satisfacciones mundanas, y la otra parte del mundo que hoy padece carencias está destinada a ser conducida gradualmente a una idéntica abundancia.

En esta nueva doctrina se olvidan tres valores. Primero, hacer por obediencia a la Iglesia y en el modo prescrito por ella lo que el deber de la penitencia impone. Segundo, realizar el acto penitencial no sólo individualmente, sino eclesialmente (como la liturgia del Vetus Ordo declaraba), y remitiendo a la Iglesia la determinación de la forma sustancial de ese deber. Tercero, el mérito que proviene de la abdicación de la propia voluntad en lo referente a la modalidad de la penitencia, abdicación que ya es ella misma una penitencia».

Es una exposición linda, del valor de la mortificación, de la penitencia, de su necesidad, y hasta de su encanto cuando se practica por motivos superiores.

Expuso el prelado cómo se puede y se debe verificar la mortificación cristiana, en qué tiempos y en qué lugares y por qué motivos.

Escribió: «Es necesaria la ascesis de la vista, una cosa es ver y otra es mirar, en nuestra época existe toda una industria, por cierto muy lucrativa, basada en proporcionar imágenes profundamente nocivas, eso y no otra cosa es la pornografía en todas sus formas, un cristiano no puede pactar con ellas, ni siquiera por curiosidad, y menos aún por aparentar posturas liberales o adultas, es preciso recordar la secuela de males morales que acarreó al rey David, el haber fijado su mirada en una mujer provocativa.

Primero el adulterio, luego la mentira, la traición, el asesinato, y el endurecimiento del corazón. Hay motivos para cuidar la vista y apartarla de lo que induce al mal, porque Jesús dijo: “Mas Yo os digo: Quienquiera mire a una mujer codiciándola, ya cometió con ella adulterio en su corazón”.[2]

La ascesis del oído, de usar la curiosidad malsana, no buscar noticias y comentarios inconducentes, rechazar las conversaciones en que queda mal puesta y sin necesidad alguna, la fama del prójimo.

¿Y qué diremos del tacto? Sobre todos los jóvenes y quienes están en camino del matrimonio deben saber renunciar a ciertas caricias, que casi siempre despiertan bajas pasiones y enturbian la pureza del amor cristiano.

Al escuchar estas luminosas razones más de uno opinara que su autor parece un conservador del siglo pasado, pero ¿no le parece que aun así es bastante más moderno que el Evangelio escrito hace casi 2000 años? Y sin embargo el exigente Evangelio siempre será la única norma de salvación para quienes conscientemente buscan su felicidad eterna.

Lo que sucede es que Satanás reina dentro de muchos corazones acostumbrados a un estado permanente de pecado. Así, quien está bajo ese influjo, mira como ridícula la mortificación.

Ascetismo

Solo hay dos filosofías de la vida, dijo una vez el arzobispo Fulton J. Sheen, una es primero la fiesta y luego el dolor de cabezala otra es primero el ayuno y luego el banquete.

Cilicios, ayunos y disciplinas representan algunos ejemplos de mortificación corporal consignados en la tradición bíblica (Judit 8, 6; Sal 34, 13; Jer 4, 8; Mat 11 , 21; Le 10, 13); bien como la forma de expiar y hacer penitencia por los propios pecados y los del pueblo, preparándose así para la acción en nombre del Señor;  como un medio de imitar a Cristo que castigó Su Cuerpo, pudiendo así identificarnos con sus azotes y su corona de espinas, bebiendo un pequeño sorbo de su cáliz (Act 5, 40 ss.).[3]

La ascética es la ciencia de la perfección cristiana. Se funda sobre el dogma, del que saca vitalidad y luz; supone la moral y la sobrepasa, conduciendo al hombre de la observancia de la ley y la de los consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia); se distingue de la mística, de la cual es una preparación.

El ascetismo consiste en el ejercicio de las virtudes cristianas para conseguir la unión del alma con Dios, en cuanto es posible en esta vida. El ascetismo cristiano lo define el mismo Cristo, al invitar a la renuncia, a la abnegación, y a la lucha por la conquista del Cielo. Los Apóstoles y los santos de todos los tiempos comprendieron plenamente la lección y la actuaron plenamente imitando el ejemplo de Jesucristo.

Santo Tomás (Summa Theol., II-II, q. 24, a. 9) ha traducido en un esquema que se ha hecho clásico todo el Ascetismo cristiano. El ascetismo, según el Aquinate tiende a hacer perfecto al hombre en sus relaciones con Dios: esta perfección se madura por vía de amor en tres fases consecutivas: 1.ª, la de los principiantes, que consiste en desasirse del pecado, reprimiendo las pasiones, especialmente la concupiscencia (y a esto se ordena el ejercicio de la mortificación del cuerpo y de los sentidos: 2.ª, la de los proficientes, o sea la de los que van progresando en el bien (fase positiva) con el ejercicio de todas las virtudes bajo el impulso y dominio de la caridad; 3.ª, la de los perfectos, propia de los que habiendo triunfado del pecado, son dueños de sí mismos, teniendo sometidas sus pasiones, y consiguientemente se adhieren a Dios con el fervor de la caridad y pregustan en Él la felicidad del Paraíso. Estos tres grados se denominan también las tres vías: purgativa, iluminativa, unitiva.[4]

El grado e intensidad de la mortificación voluntaria lo irá marcando en cada caso el estado y situación del alma que se va santificando.

Es interesante, consideradas así las cosas, observar cómo muchos santos, sobre todo los de grandes experiencias místicas, por inspiración más o menos directa de Dios, se sintieron obligados a hacer mortificaciones extraordinarias, que les hacían semejantes a los mártires, como lo afirma en sus sermones San León Magno.

La aceptación resignada de las cruces que Dios nos envía es ya un grado muy estimable de amor a la cruz, pero supone cierta pasividad por parte del alma que las recibe. Más perfecto aún es tomar la iniciativa; y, a pesar de la repugnancia que la naturaleza experimenta, salirte al paso al dolor practicando voluntariamente la mortificación cristiana en todas sus formas.

No puede darse norma fija y universal para todos. El grado e intensidad de la mortificación voluntaria lo irá marcando en cada caso el estado y situación del alma que se va santificando. El Espíritu Santo, a medida que el alma vaya correspondiendo a sus inspiraciones, se mostrará cada vez más exigente, pero al mismo tiempo aumentará también sus fuerzas para que pueda llevarlas perfectamente a cabo.

La mortificación –enseña Tanquerey-[5] se define como la lucha contra las malas inclinaciones para someterlas a la voluntad y ésta a Dios.

Sirve, como la penitencia, para purificarnos de las fallas pasadas; pero su fin principal es precavernos contra las del tiempo presente y futuro disminuyendo el amor del placer, fuente de nuestros pecados.

El fin de la mortificación -ya se ha dicho- es el unirnos con Dios. Más nunca podremos unirnos con él sin desasirnos antes del amor desordenado de las criaturas.

Necesitamos asegurar nuestra perseverancia, y es la mortificación uno de los medios mejores para guardarnos del pecado. En la tentación caemos por amor del placer, o por horror de lo que hemos de sufrir o luchar. Más la mortificación reprime esas dos tendencias, que en el fondo no son sino una sola: negándonos algunos placeres lícitos, da fuerzas a nuestra voluntad para resistir a los placeres ilícitos, y nos prepara la victoria sobre el apetito y el amor propio: agendo contra sensualitatem et amorem proprium, como dice con razón S. Ignacio.

Víctimas de expiación

Hemos de persuadirnos, pues, de que no hay perfección ni virtud posible sin la mortificación, ¿Cómo seremos castos, si no mortificamos el apetito del deleite que nos inclina tan fuertemente a los placeres peligrosos y malvados? ¿Cómo tener templanza, si no reprimimos la gula? ¿Cómo seremos humildes, mansos y caritativos sin domeñar las pasiones de la soberbia, de la ira, del odio y de la envidia que duermen en el fondo de todo corazón humano?

Todavía –dice el Padre Royo Marín O.P.- hay algo más perfecto que la simple práctica de mortificaciones voluntarias: es apasionarse tanto por el dolor. Que se le desee y ame prefiriéndolo al placer.[6]

El ofrecimiento como víctima de expiación por la salvación de las almas, o por cualquier otro mnotivo sobrenatural (reparar la gloria de Dios ultrajada, liberar a las almas del purgatorio, atrtaer la misericordia divina sobre la santa Iglesia, sobre el sacerdocio, sobre la patria, sobre una familia o alma determinada, etc.) está en la solidaridad sobrenatural establecida por Dios… estas almas así ofrecidas son para Nuestro Señor Jesucristo como «una nueva humanidad sobreañadida», en expresión de sor Isabel de la Trinidad.

Como el Señor que sufre serena, humilde y desinteresadamente,[7] convirtiendo la vida en una fiel reproducción del divino Mártir del Calvario.


[1] Cf.: MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, Abandono de la templanza. https://adelantelafe.com/abandono-la-templanza/

[2] SAN MATEO 5, 28.

[3] ROVIRA, GERMÁN, Teología y pastoral de la mortificación cristiana.

[4] PARENTE, PIETRO, Diccionario de teología dogmática.

[5] Cf.: TANQUEREY, Compendio de teología ascética y mística.

[6] ROYO MARÍN, O. P., P. ANTONIO, Teología de la perfección cristiana.

[7] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, La expiación de Cristo. https://adelantelafe.com/la-expiacion-cristo/

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1 comentario en “La olvidada mortificación”

  1. Maria Adelina Martinez de Saldivar

    Gracias a Dios por este espacio tan generosamente brindada a los fieles ! En tan cortas líneas y con tan esmerada pulcritud de la sabiduría y con humildad extrema , se desarrollan tan fácilmente éstos temas que nos acercan a las vivencias de épocas pasadas de nuestro Señor y nuestra Madre ! Dios les bendiga ????! Muchas gracias !

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