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«El infierno es real: es por esa parte del mensaje de Fátima por lo que sigo siendo católico»

«Mi abuela me transmitió la intensa devoción que sentía por la Virgen de Fátima. De las palabras de la Virgen a los pastorcillos aprendí que el infierno es real y que la forma en que vivimos sí influye el destino de nuestra alma» este es el testimonio de un hombre que creció con un padre judío pero que gracias a la influencia de su abuela conoció la devoción a la Madre de Dios.
«El infierno es real: es por esa parte del mensaje de Fátima por lo que sigo siendo católico»

«Mi abuela me transmitió la intensa devoción que sentía por la Virgen de Fátima. De las palabras de la Virgen a los pastorcillos aprendí que el infierno es real y que la forma en que vivimos sí influye el destino de nuestra alma» este es el testimonio de un hombre que creció con un padre judío pero que gracias a la influencia de su abuela conoció la devoción a la Madre de Dios.

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El arraigo de la devoción a la Virgen recibida de su abuela fue el anclaje firme para la fe de Peter Wolfgang en las turbulencias de la vida. El desapego de hombres de Iglesia a la voluntad expresa de Nuestra Señora fue lo que le hizo reaccionar. Wolfgang, colaborador de distintas publicaciones católicas, es director del Family Institute of Connecticut, una organización de defensa de la familia como fundamento de la sociedad, y recientemente compartió su historia en el Catholic Herald, en un artículo traducido por el portal mariano Cari Filii

Fátima me hizo volver de la disidencia a la Iglesia

El infierno es real. Esa es una de las claves de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima. Es por esa parte del mensaje de Fátima por lo que sigo siendo católico.

Peter Wolfgang.

Mi abuela materna, que tenían orígenes portugueses y estadounidenses, me enseñó desde que era niño a creer en Jesús y en su Madre. Fue una educación religiosa típica. Me leía la Biblia de Oro de los Niños con tanta frecuencia que me sabía las historias de memoria. Pero la mayoría de las veces me leía el Antiguo Testamento, quizás preocupada por mi padre, que era judío.

Durante mi infancia en los años 70, mi padre judío y mi madre católica nos enviaron a mi hermano y a mí a la escuela dominical de la congregación evangélica Iglesia del Nazareno. De ellos aprendí la mayor parte de lo que supe entonces sobre Jesús. Soy el único católico de nacimiento que conozco que creció memorizando la Biblia del rey Jacobo.

Pero seguía siendo católico. La razón es otra cosa en la que mi abuela insistía.

De las palabras de la Virgen a los pastorcillos aprendí que el infierno era real.

Una intensa devoción

Mi abuela me transmitió la intensa devoción que sentía por la Virgen de Fátima. De las palabras de la Virgen a los pastorcillos aprendí que el infierno era real. La vida importaba. La forma en que vivíamos importa. Aprendí que la Iglesia me decía la verdad cuando yo no quería oírla. Aprendí que tanto el infierno como la posibilidad de condenarse son reales, pero también lo eran el amor y la misericordia de Dios.

Las dos cosas que más se me quedaron grabadas de la devoción de mi abuela fueron el deseo de reparar, como los pastorcillos de Fátima, por los pecadores, y el miedo al infierno. Nunca llegué a imitar los heroicos esfuerzos de los niños de Fátima en favor de los pecadores, pero sí rezaba la oración de reparación del Ángel de Portugal todas las noches antes de irme a dormir.

«Mi Dios, yo creo en ti, yo te adoro, yo te espero y yo te amo. Te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no te esperan y no te aman» es la oración que el ángel pidió a Lucia, Francisco y Jacinta que rezasen.

En 1985, mis abuelos nos llevaron a mi hermano y a mí a Portugal para conocer el país del que procedía mi abuelo. Mi madre se reunió con nosotros a mitad del viaje y nos contó que una buena amiga suya había sufrido una lesión cerebral gravísima en un accidente de moto.

La siguiente parada de nuestro viaje fue Fátima, donde algunos peregrinos se arrastraban hasta el santuario para pedir a María que intercediera por una intención especial. Mi hermano y yo lo hicimos pidiendo la curación de la amiga de nuestra madre: se recuperó bastante y vivió otros catorce años.

Fue a partir de esta experiencia con la Virgen de Fátima, a los 15 años, que comencé a rezar el Rosario diariamente. Más adelante necesitaría esa gracia, no solo para hacer frente a las luchas de la adolescencia; mi fe pronto se vería desafiada desde el interior de la propia Iglesia.

El viaje del Papa San Juan Pablo II a los Estados Unidos en 1987 parece algo muy lejano, pero me dejó un fuerte impacto. Fue la primera vez que conocí la cultura de la disidencia en el catolicismo estadounidense. Las expresiones públicas de disidencia eran un elemento cotidiano de la cobertura informativa. Criado en el catolicismo del Viejo Mundo de mis abuelos, con devoción a la Virgen de Fátima, me resultaba incomprensible que un católico -incluso un católico estadounidense- se dirigiera al Papa como lo haría con un congresista, con una letanía de quejas y una exigencia de que ajustara sus políticas en consecuencia. ¿Acaso no conocían la diferencia entre la política democrática y la doctrina divina?

Pronto se creó un grupo de jóvenes en mi parroquia y mi yo de 17 años cayó bajo la influencia del responsable de la pastoral juvenil. Era un tipo carismático, un activista demócrata que disentía de la doctrina católica en todos los temas habituales, excepto en el del aborto. Al finales de ese año yo también era un disidente.

Siempre ese conflicto interno

Y sin embargo, el conflicto interno siempre estaba presente dentro de mí. Esa vocecita dentro de mi cabeza diciendo: «Esto no está bien. Esto no es lo que sabes que es verdad».
Yo era uno de los líderes juveniles, encargado de proponer temas para la siguiente reunión cada vez que me tocaba el turno. El grupo de jóvenes estaba orientado a la justicia social -visitas a comedores sociales y demás- y mis dos temas anteriores se habían centrado en cuestiones del momento.

Pero cuando llegó mi turno, quise hablar del Cielo, el Infierno y el Purgatorio. Dirigí un debate sobre cómo las  decisiones que tomamos en este mundo, nuestros pecados personales, pueden tener consecuencias eternas. Mis compañeros, adolescentes como yo, habían sido catequizados por las inadecuadas clases de la Confraternidad de la Doctrina Cristiana de los años 70 y 80. Pero, a diferencia de mí, no sabían nada sobre Nuestra Señora de Fátima. Parecía que oían hablar por primera vez sobre la posibilidad de la condenación eterna.

El responsable de pastoral juvenil, claramente incómodo con el tema, les aseguró que no tenían nada que temer. Dios los amaba y todos iban a ir al Cielo. El mensaje de Fátima había quedado obsoleto, ahora lo sabíamos. (Era profesor en el instituto católico local; más tarde abandonó la Iglesia para convertirse en ministro protestante de una comunidad congregacional.)

La experiencia me dejó confundido. Él era la autoridad adulta y su camino parecía más fácil.

Pero ¿qué pasa con Fátima? ¿Se equivocó la Virgen?

En la universidad gravité hacia la ortodoxia católica, en la línea de la New Oxford Review. Era volver a la fe de mi abuela combinada con tesoros intelectuales que desconocía por completo. Pero al graduarme volví a caer bajo el influjo de un disidente, el sacerdote que describí en el artículo Los fallos y las sorprendentes virtudes de los sacerdotes del Vaticano II.

Seguía siendo el niño que aprendió la devoción a la Virgen de Fátima de su abuela.

La suya era una ambigüedad que rayaba la disidencia. Por lo general, no lo decía directamente. La disidencia era más bien lo que no decía. Los artículos del National Catholic Reporter [publicación católica de corte progresista] y de América [revista jesuita estadounidense] eran temas habituales en las discusiones parroquiales. Se animaba a la gente a asistir a las conferencias de Call to Action [organización católica también de orientación mundanizante].

Bajo su influencia, me sumergí en la cultura de la disidencia. Pero ahí, de nuevo, estaba ese conflicto interno. Seguía siendo el niño que aprendió la devoción a la Virgen de Fátima de su abuela. Cuando tenía alrededor de 25 años, no pude ya resistir ese conflicto.

Lo que la Virgen de Fátima nos mostró

Regresé al catolicismo ortodoxo. Las revistas y los libros fieles eran mucho más persuasivos que el Reporter América.

La ruptura final se produjo cuando mi novia -ahora esposa-, que entonces era atea, decidió convertirse al catolicismo e hizo los cursos de RICA [Rito de Iniciación Cristiana para Adultos] en mi parroquia. Su catequista dijo en una clase que el diablo no es una persona real y que nuestras oraciones no tienen ningún efecto sobre las almas de los muertos. Fue la gota que colmó el vaso: eso no es lo que nos había enseñado la Virgen de Fátima, ese no era el catolicismo que había aprendido de mi abuela. Mi disidencia llegó a su fin.

Cuando nada menos que la mismísima Madre de Dios baja del Cielo, te dice que reces el Rosario, da instrucciones específicas para el Papa, hace predicciones sobre acontecimientos mundiales que luego se cumplen -y se las hace a tres niños pequeños que no tienen ni idea de lo que están hablando-, y luego hace un milagro que es presenciado por 70.000 personas y del que se hacen eco los periódicos ateos, entonces hay que prestar atención. Y las verdades del catolicismo no pueden ser negadas, especialmente por los disidentes católicos a quienes les gustaría eliminar las partes que les incomodan.

El catolicismo es algo real, concreto. No es tu amigo invisible. No es algo que te inventas sobre la marcha para calmar tu angustia. El catolicismo es algo que está fuera de ti, que te desafía. Te pone una meta que, si te descuidas, puedes no alcanzar. Pero ahí está tu necesidad de la misericordia de Dios, y de tener fe.

Fue Nuestra Señora de Fátima quien me guió de vuelta a mi fe; quien, de hecho, salvó mi fe, mostrando a los niños el Infierno. Gracias, María.

Traducción de Elena Faccia Serrano para el portal mariano Cari Filii.

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