Mechtilde nació en Helfta, Alemania, cerca de 1241. Pertenecía a una poderosa familia de nobles con muchas tierras en Turingia. El sacerdote que la bautizó, ya profetizó que sería una gran santa que Dios utilizaría para sus grandes obras.
A los siente años visita a su hermana Santa Gertrudis (no la Grande) en el monasterio cisterciense de Rodersdorf y atraída por el ambiente monástico pide su ingreso. En 1258, debido a la escasez de agua, las monjas se trasladaron al monasterio de Santa María de Helfta. Este nuevo monasterio llegaría a prosperar tanto económica como cultural y espiritualmente. Tres años después su hermana Gertrudis es elegida abadesa y toma a su hermana con vistas al cargo que le iba a confiar: maestra de la escuela de niñas, y formadora de las novicias y de las jóvenes profesas. En 1261, ejerciendo ya el cargo de maestra, recibe a su cuidado a una niña llamada Gertrudis, de 5 años de edad, que llegará a ser conocida como Santa Gertrudis la Grande.
Desde joven tuvo experiencias místicas, pero nunca escribió nada. En 1291 murió su hermana Gertrudis de Hackeborn. Por estas fechas comenzó a enfermar y a pasar períodos en cama. La nueva abadesa Sofía de Querfurt, viendo la progresiva decadencia física de Matilde, mandó a las monjas recoger todos los datos y apuntes que hubiese de su magisterio, además de tomar nota de cuanto pública o privadamente manifestara a cualquier hermana. Encargada especial de esta labor fue Gertrudis de Helfta. Esto se hizo a escondidas de la enferma, aunque posteriormente, al ser informada, confirmaría el contenido del libro. El resultado es el Libro de la Gracia Especial.
Durante un Sábado, mientras estaban cantando la Misa, Salve Sancta Parens, Machtilde la saludó a la Bendita Señora, implorandole para obtener la verdadera santidad. La gloriosa Virgen le contestó: «Si tu deseas verdadera santidad, mantiénete cerca a mi Hijo, quien es Santidad pura y quien santifica todas las cosas.” Matilde le preguntó entonces cómo iba a poder llevar a cabo este consejo y nuestra Señora le contestó con gran bondad: «Ten presente Su santa infancia. Ten presente su fervorosa juventud, tan llena de amor. Ten presente sus virtudes divinas. Ten presente también a mi Hijo ante tus ojos en dirigirle todos tus pensamientos, palabras y actos. Depende también de Él, tal como una esposa depende de su esposo. El alma debe ser nutrida por la Palabra de Dios, como si fuera la comida más deseada. Debemos hacer su familia la nuestra, es decir: amar a Sus Santos, alabarlo a Dios junto a ellos y alentarlos a alabar a Su amado con nosotros. El estar y permanecer con Jesús.»
En otra revelación, Jesús mismo recomendó el Evangelio. Abriendo para ella la herida de su más gentil Corazón, Él le dijo: «Considera lo grandioso que es mi amor: si quieres conocerlo bien, no lo encontrarás expresado más claramente en cualquier parte que en el Evangelio. Nadie ha expresado jamás sentimientos más tiernos y dulces que con esto: Tal como Mi Padre me ha amado, así Yo los he amado».
Un día Santa Mechtilde se quejó ante la Virgen María de un obstáculo que pensó le impediría su progreso en el servicio de Dios. La Madre Bendita le dijo entonces: «Vé y preséntate ante mi Hijo respetuosamente».
La santa se postró ante los pies de nuestro Salvador y, al levantarse, vió como sobre su pecho se apareció un espejo muy brillante; de ahí parecían aparecerse otros espejos que cubrían la eternidad de su sagrada Persona. Entendió todo esto como queriendo decir que todos los miembros de Cristo en sus varias operaciones brillan ante nosotros como espejos y, a su vez, todas estas operaciones proceden del amor de Su Corazón. Sus pies, los cuales son sus deseos, arden por nosotros; Él puede ver lo fríos que son nuestros deseos por las cosas espirituales, y lo desamparados que estamos por causa de las cosas humanas. Las rodillas de Cristo son espejos de humildad para nosotros. Estaban plegadas tanto para nosotros en oración, y también cuando Él lavó los pies de sus Apóstoles. En esto podemos reconocer nuestro orgullo, el cual nos evita humillarnos, aunque somos en el fondo nada más que polvo y cenizas.
El Corazón de Cristo es para nosotros un espejo del más ardiente amor donde podemos ver claramente la frialdad de nuestros propios corazones hacia Dios y hacia nuestro prójimo. La boca de Cristo es para nosotros un espejo de palabras dulces, llenas de alabanza y agradecimiento. Podemos reconocerlo con el sin valor de nuestras propias palabras y en nuestras omisiones de divina alabanza y en la oración hacia Él. Los ojos de nuestro Señor son para nosotros los espejos de la verdad divina; en ellos podemos ver la oscuridad causada por nuestra falta de fe, la cual nos dificulta conocer la verdad. Los oídos de nuestro Señor son para nosotros los espejos de la obediencia, ya que Él siempre estuvo listo para obedecer a Dios Padre y a escuchar nuestras oraciones. El alma bautizado por lo tanto debe amar el Sagrado Corazón de Jesús, si desea vivir la vida divina, de la cual recibió la semilla en las aguas de su bautismo. De este Sagrado Corazón fluyen las aguas de la vida eterna. Machtilde vió estas aguas preciosas corriendo y desparramando sobre las almas. Ella ahora las llamó un río, luego un arroyo y otra vez una fuente; el río, el arroyo y la fuente fueron todas capaces de purificar todas las almas. El río, nos dice, fluye del Corazón de Jesús, inundando las almas, penetrandolas completamente, alejando la tristeza y desparramando alrededor la alegría de la Ciudad de Dios. El pequeño arroyo que nace del Corazón de Jesús se oculta en las aguas bautismales para poder desparramarse sobre todos los que reciben la regeneración espiritual. La fuente humilde viviente y cristalina de aguas fluye suavemente del Sagrado Corazón a las almas llenas de amor por Él.
A las edad de 58 años muere un 19 de noviembre de 1958, con una muy ya extendida fama de santidad. Por lo que recordamos cada 19 de noviembre su memoria litúrgica.