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Madres santas, santos hijos

Sin duda, una de las más grandes vocaciones ,«sublime vocación» la llamaría el San Juan XXIII, es la de ser madre.
Madres santas, santos hijos

Sin duda, una de las más grandes vocaciones ,«sublime vocación» la llamaría el San Juan XXIII, es la de ser madre. Y es que son muchas cosas las que la hacen ser única y particular: llevar al hijo en el vientre, el parto y sus dolores, la cercanía con los hijos, las continuas manifestaciones de afecto, etcétera. Y la vocación maternal puede ser todavía más sublime, cuando la madre engendra y educa un hijo que después se convierte en un modelo de vida para la Humanidad.

Por Arnold Omar Jiménez Ramírez

*** 

Son las mujeres, las que con su ejemplo y vocación, han sembrado y cultivado en sus hijos la semilla de la santidad, y que después ha generado frutos abundantes de Vida Eterna: «De tal palo, tal astilla».

A continuación les dejamos el testimonio de estas madres valerosas (de las tantas que hay) que alcanzaron la santidad justamente por vivir con heroicidad las virtudes en el seno de la familia.

 

Santa Mónica
Lágrimas que engendraron santidad

Nació en Tagaste (Argelia) en el año 331 o 332, dentro de una familia con buena posición social y económica y con sentido profundamente cristiano. Desde pequeña supo de prácticas piadosas y de ejercicios domésticos; poseía variados dones de espíritu y gracias exteriores. Su educación comienza a desenvolverse con sencillez y sin alardes de opulencia.

Cuando Mónica cumplió veinte años se casó con un hombre no cristiano, Patricio, modesto propietario de un negocio en Tagaste y miembro del concejo municipal de ese poblado. Patricio, quien era pagano, violento, colérico y de pensamientos nada castos, no congenió con la delicadeza de Mónica, quien, en medio de sus repetidas y alardeadas infidelidades, consigue enamorarlo. Mónica y Patricio conformaron un matrimonio con edades dispares y temples bastante distintos, un seguro presagio de desdicha. Pero Mónica, mediante su paciencia y entrega, transforma ese infierno previsible en un remanso de concordia.

Casi por cumplir veintidós años, Mónica se convierte en madre. El 13 de noviembre del año 354, nace su primogénito: Agustín, cuyas lágrimas y ruegos arrancarían de Dios, el don de la conversión para su hijo. Otros dos vástagos brotaron de su seno: Navigio y Perpetua. (Los tres ocupan hoy un lugar de gloria en el santoral cristiano).

San Agustín, antes de su conversión, confesó ser partidario de otras doctrinas y llevó una vida disipada, entre el vino y los placeres. De nada le valieron los consejos de sus amigos y las pláticas y consejos de su madre. Santa Mónica, por su parte, lloraba amargamente al ver que el fruto de sus entrañas se perdía en el camino de la mentira y el pecado; lloraba tanto, que en sus ojos se formaron surcos por donde las lágrimas corrían. Pero no fue sólo el llanto estéril, sino la oración, el sacrificio y la Comunión frecuente, lo que logró que su hijo se convirtiera después de escuchar una predicación de San Ambrosio de Milán: «Aquella noche en la que yo partí a escondidas, y ella se quedó orando y llorando». Esas lágrimas dieron fruto, puesto que cuando Santa Mónica tenía 56 años, y San Agustín, 33, obtiene el inmenso consuelo de verle convertido al cristianismo y camino de la santidad.

San Agustín fue uno de los más grandes teólogos de la Iglesia y además, fue Obispo de Hipona, pero recordemos que detrás de todo esto, se encontraron la oración y el sacrificio de su madre.

«Enterrad éste, mi cuerpo, donde queráis, ni os preocupe más su cuidado. Una sola cosa os pido, que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde os hallarais», les dijo Santa Mónica a sus hijos y demás deudos, poco antes de morir; ella, que fue modelo de esposa y madre. Al respecto, San Agustín escribió en sus Confesiones: «Yo le cerré los ojos. Una inmensa tristeza inundó mi corazón presto a enmudecer en lágrimas, pero ellos, bajo el mandato imperioso de mi voluntad, las contenían hasta el punto de secarse… La muerte de mi madre no tenía nada de lastimoso y no era una muerte total: la pureza de su vida lo atestiguaba, y nosotros lo creíamos con una fe sincera y por razones seguras» (IV, 9-11).

 

Beata Gianna Beretta Molla
Madre modelo de nuestro tiempo

En los tiempos actuales, en los que el egoísmo está presente por todas partes, el testimonio de Gianna Beretta, indudablemente se convierte en un modelo a seguir para cualquier madre que quiere cumplir, cabal y cristianamente, su vocación. Ella representa un testimonio cercano, digno paradigma de nuestro tiempo.

El amor de una madre

«La tendremos que someter a una intervención quirúrgica, o de lo contrario su vida estará en riesgo mortal», estas fueron las palabras del médico que atendió a Gianna Beretta, quien padecía cáncer y decidió seguir adelante con el embarazo de su cuarto hijo antes que someterse a una operación que la pudo haber salvado, a costa de la vida del no nacido.

Después de 31 años de aquel suceso, el Papa Juan Pablo II beatificó, el 24 de abril de 1994, a Gianna Beretta, convirtiéndola así en un símbolo de la defensa de la vida.

Gianna fue la séptima de trece hijos de una familia de clase media de Lombardía (Norte de Italia); estudió medicina y se especializó en Pediatría, profesión que compaginó con su tarea de madre de familia. Quienes la conocían, dicen que fue una mujer activa y llena de energía, que conducía su propio vehículo, cuestión poco común en los días en los que vivió. Además, practicaba esquí, tocaba el piano y asistía con su esposo a los conciertos en el Conservatorio de Milán. El marido de Gianna, el Ing. Pietro Molla, recordó hace algunos años a su esposa como una persona completamente normal, pero con una indiscutible confianza en la Providencia. 

Su oblación 

Según el Ing. Molla, el último gesto heroico de Gianna fue una consecuencia coherente de una vida gastada día a día en la búsqueda del cumplimiento del Plan de Dios: «Cuando se dio cuenta de la terrible consecuencia de su gestación y el crecimiento de un gran fibroma –recuerda el esposo de Gianna–, su primera reacción fue pedir que se salvara el niño que tenía en su seno». «Le habían aconsejado una intervención quirúrgica… Ello le habría salvado la vida, con toda seguridad. El aborto terapéutico y la extirpación del fibroma, le habrían permitido más adelante tener otros niños. Pero Gianna eligió la solución más arriesgada para ella».

El anciano viudo de la Santa, también señaló que en aquella época era previsible un parto después de una operación que extirpara sólo el fibroma, pero ello sería muy peligroso para la madre, «y mi esposa, como médico que era, lo sabía muy bien».

Gianna falleció el 28 de abril de 1962, a la edad de 39 años, una semana después de haber dado a luz. El último requisito para su beatificación se cumplió el 21 de diciembre, cuando el Papa aprobó un milagro atribuido a la intercesión de Gianna.

Su esposo atestiguó la santidad de su esposa, diciendo que era una santa común, al igual que todas las que hay en el mundo; ésas que dan la vida día tras día, gota tras gota, por sus hijos.

Modelo para nuestros días

«Al buscar, entre los recuerdos de Gianna, algo para ofrecerle a la priora de las Carmelitas Descalzas de Milán –recuerda su esposo–, encontré en un libro de oraciones, una pequeña imagen, en cuyo dorso Gianna había escrito, de su puño y letra, estas pocas palabras: “Señor, haz que la luz que se ha encendido en mi alma no se apague jamás”. Y efectivamente, no se le apagó jamás». Gianna es conocida y recordada en varias partes del mundo como la «Madre Coraje», pues prefirió ofrecer su vida antes de aceptar la operación que le costaría la vida a la niña que llevaba en su vientre. Su esposo atestiguó la santidad de su esposa, diciendo que era una santa común, al igual que todas las que hay en el mundo; ésas que dan la vida día tras día, gota tras gota, por sus hijos.

 

Santa Rita de Casia
Oración y sacrificio

Durante siglos, Santa Rita de Casia (1381-1457) ha sido una de las santas más populares en la Iglesia Católica. Es conocida como la «Santa de lo imposible» por las impresionantes respuestas que ha recibido a cambio de sus oraciones, como también por los notables sucesos de su propia vida.

Santa Rita quería ser monja, pero por obediencia a sus padres, contrajo matrimonio. Su esposo le causó muchos sufrimientos, pero ella devolvió su crueldad con oración y bondad. Con el tiempo, él se convirtió, llegando a ser considerado y temeroso de Dios. Pero fue asesinado, y Santa Rita padeció un gran dolor por este trágico suceso.

Tiempo después, Santa Rita se enteró que sus dos hijos pensaban vengar el asesinato de su padre. Pero ella, con amor heroico por sus almas le suplicó a Dios que se los llevara de esta vida, antes de permitirlos cometer este gran pecado. Al poco tiempo, ambos murieron después de haberse preparado para encontrarse con Dios. Sin su esposo e hijos, Santa Rita se entregó a la oración, penitencia y obras de caridad; tras un breve lapso de tiempo solicitó ser admitida en el Convento Agustiniano, en Casia.

Falleció el 22 de mayo de 1457, a los 76 años de edad. La gente se agolpó al convento pare rendir sus últimos respetos a la santa. Además, innumerables milagros tuvieron lugar a través de su intercesión, y la devoción hacia ella se extendió a lo largo y a lo ancho del país. El cuerpo de Santa Rita se conservó perfecto durante varios siglos, y expedía una fragancia dulce. En la ceremonia de beatificación, el cuerpo de la santa se elevó y abrió sus ojos.

Santa Celia Guerin
Madre de Santa Teresa de Lisieux (1831-1877)

Aunque durante su juventud también quiso ser monja, la abadesa le negó la entrada al convento. Por ello decidió abrir un negocio de encaje. La buena calidad de su trabajo hizo famoso a su taller. Siempre tuvo un buen trato para con sus trabajadores.

En 1858 Celia se cruza en la calle con el joven relojero Luis Martin. En poco tiempo ambos se enamoraron y se casaron tres meses después.

Celia siempre quiso tener muchos hijos y que todos fueran educados para el cielo. Eso fue exactamente lo que hizo porque sus cinco hijas Paulina, Leonia, María, Celina y Teresa fueron religiosas. La última es Santa y doctora de la Iglesia.

El amor que Celia sentía por Luis era profundo y elevado. Para ella, su mayor alegría era estar junto a su esposo y compartir con él una vida santa.

En 1865 el cáncer al seno provocaría mucho sufrimiento a Celia. Sin embargo, supo asumir su enfermedad y estaba dispuesta a aceptar la voluntad de Dios. Murió en 1877. Fue beatificada junto con su esposo por el Papa Benedicto XVI en el año 2008 y canonizada en octubre de 2015 por el Papa Francisco.

Éstos y muchos otros testimonios (los más desconocidos) nos hablan de lo sublime que es la maternidad, y de la tremenda responsabilidad que tienen aquéllas que, felizmente, son depositarias de esta palabra: «mamá».

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