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San José obrero: El artesano al servicio de todos

Celebramos a San José en su oficio de carpintero de Nazaret: el sencillo trabajador que tiene que trabajar cada día, para sostener a su familia, con el sudor de su frente en un trabajo bien humilde, y en una vida oculta y laboriosa. En 1955, el Papa Pío XII estableció la solemnidad de San José obrero, con el objetivo de cristianizar el día dedicado al mundo del trabajo.

Celebramos a San José en su oficio de carpintero de Nazaret: el sencillo trabajador que tiene que trabajar cada día, para sostener a su familia, con el sudor de su frente en un trabajo bien humilde, y en una vida oculta y laboriosa. En 1955, el Papa Pío XII estableció la solemnidad de San José obrero, con el objetivo de cristianizar el día dedicado al mundo del trabajo.

Por P. Jesús Martí Ballester

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A finales del siglo XIX y principio de XX, el 1 de mayo se convirtió en una fecha reivindicativa y revolucionaria a favor de la clase obrera. El Papa Pío XII, en 1955, quiso darle una dimensión cristiana, e instituyó la fiesta de San José Obrero (1 de mayo), que no sólo fue trabajador artesano humilde, sino el modelo de todo trabajador cristiano, que se afanó durante años, como servidor de la Sagrada Familia, sumergido en una gran intimidad con Dios. De esta manera el Papa proyectaba una luz nueva sobre la dignidad del trabajo, que ofrece el medio de perfeccionar la creación, sirviendo a Dios y a los hombres, imitando a Dios Creador y al Hijo de Dios también artesano como su padre José, y uniendo los sufrimientos y contrariedades del propio trabajo a la cruz de Cristo.

Aunque los evangelios nos dicen muy poco de San José, le califican con cinco títulos, importantes y significativos, que son como cinco pilares que permiten construir una sólida teología josefina: le designan “hijo de David” (Mt 1,20), “esposo de María” (Mt 1,16), “padre de Jesús” (Lc 2,48), “hombre justo” (Mt 1,19), y “el carpintero” (Mt 13,55) que enseñó su mismo oficio a Jesús (Mc 6,3). Hoy sólo celebramos su oficio de carpintero de Nazaret: el sencillo trabajador que tiene que trabajar cada día, para sostener a su familia, con el sudor de su frente en un trabajo bien humilde, y en una vida oculta laboriosa.

El evangelio no recoge ni una sola palabra suya. San José, más que con sus palabras, habla con sus actitudes y gestos. Con su silencio, su obediencia, su trabajo. Fue un obrero auténtico que trabajaba de sol a sol en su modesto taller de carpintería. La palabra griega tékton con que le designa el evangelio, tiene un sentido genérico de “artesano”, que puede incluir los oficios de carpintero, herrero, albañil, curtidor, tejedor, alfarero, etc. Sin embargo, ya en Homero y en Jenofonte, tékton se usa en el sentido específico de artesano en carpintería. Y así lo ha entendido la tradición cristiana desde san Justino (siglo II), que nos dice que construía yugos y arados, y en la misma línea escriben Origenes, san Efrén y san Juan Damasceno.

Hasta la edad media no aparecen los autores que le dicen herrero (san Isidoro de Sevilla). Pero ninguna prueba decisiva señala con precisión el oficio de José. Algo puede aclararnos el hecho de que en la época de Cristo, en Palestina escaseaba la madera. No había sino los famosos cedros, que eran pocos y propiedad de ricos, palmeras, higueras y otros frutales. En consecuencia muy pocas cosas eran entonces de madera. Concretamente, en Nazaret las casas o eran simples cuevas excavadas en la roca, o edificaciones construidas con cubos de la piedra. En los edificios sólo las puertas eran de madera y muchas casas ni siquiera tenían otra puerta que una gruesa cortina. No debía, pues, ser mucho el trabajo para un carpintero en un pueblo de no más de cincuenta familias. Preparar o reparar aperos de labranza o construir rústicos carros. Los muebles apenas existían en una civilización en que el suelo era la silla más corriente y cualquier piedra redonda la única mesa. La carpintería pues, no era un gran negocio en el Nazaret de entonces. Sólo se le hacían encargos eventuales que consistían en reparar un tejado, en arreglar un carro, o recomponer un yugo o un arado. San José trabajaba humildemente para ganarse la vida y se la ganaba modestamente.

San jose obreo en familia - San José obrero: El artesano al servicio de todos

Su casa tiene, como todas las de la gente pobre de Palestina, una sola habitación que es cocina, comedor y dormitorio. Tiene un molino de mano, un hornillo de barro para cocer el pan, un arcón para guardar los vestidos, una mesa, una lámpara de aceite, unas esteras para dormir, y pocas cosas más. Todo pobre, pero limpio y ordenado, que por algo son las manos de María las que cuidan del hogar. En el exterior, una escalera adosada a la pared que conduce a la azotea. Este es el lugar de descanso de la Sagrada Familia al anochecer, donde en verano goza de la fresca brisa del Mediterráneo, y rezan vueltos hacia Jerusalén (Dn 6,11).

El taller de José está en un pequeño patio con su “parra y su higuera” tradicionales (l Re 5,5). José va vestido con una túnica ceñida con un cinturón; calza unas sencillas sandalias, y cubre su cabeza con el kuffiyéh, un velo sujeto con dos vueltas de un cordón negro. Se casó joven, con algún año más que María, que tendría unos dieciséis. Maneja con vigor la sierra y la garlopa. Por todas parte hay tablones de sicómoro, arcas, yugos y arados recién terminados. Mientras José trabaja, canta y reza, feliz de ganar con el sudor de su frente el pan para sus dos grandes amores: Jesús y María.

El es un trabajador que cumple el mandato de Dios: “Tomó Dios al hombre y lo puso en el jardín del Edén, para que lo cultivara y guardara” (Gn 2,15). Para que trabajara, a imagen de Dios trabajador, “creador del cielo y de la tierra”. “Mi Padre trabaja siempre”.

Inmenso Dios creando como un torbellino inmóvil y amoroso, afanándose en su obra para su gloria en el hombre. Y cuando al principio, pasó revista a todo, estrellas, mares, calandrias y elefantes, aves del paraíso y águilas reales, altísimas montañas, palomas raudas, palmeras y cipreses, colibrís y elefantes… el hombre y la mujer…, dijo: ¡Bien!. ¡Todo está bien!. ¡Me ha quedado todo estupendo!… 

El trabajo del hombre

Y le dijo a Adán: Prolonga tú ahora mi obra creadora, toma mis fuerzas y sigue creando, yo estaré contigo y descansaré. Trabaja conmigo, que es tu oficio. Trabajar para Adán era hermoso, era «coser y cantar», siempre con el corazón henchido de alegría, porque crear deleita.

El sudor vino después; la amargura y el cansancio y la fatiga fueron posteriores al pecado. «Con el sudor de tu frente», la tierra se te resistirá, y las ideas se te irán escurridizas, y se bloqueará el ordenador, y los cardos y las espinas, son, pueden ser, expiación y penitencia. “Existe, dice Juan Pablo II en la “Laborem exercens”, una dimensión esencial del trabajo humano, en la que la espiritualidad fundada sobre el evangelio, penetra profundamente. Todo trabajo —tanto manual como intelectual— está unido inevitablemente a la fatiga. El libro del Génesis lo expresa de manera verdaderamente penetrante, contraponiendo a aquella originaria bendición del trabajo, contenida en el misterio mismo de la creación, y unida a la elevación del hombre como imagen de Dios, la maldición, que el pecado ha llevado consigo: «Por ti será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida» (Gén 3,17).

Este dolor unido al trabajo señala el camino de la vida humana sobre la tierra y constituye el anuncio de la muerte: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra; pues de ella has sido hecho…» (Gén 3,19). Casi como un eco de estas palabras, se expresa el autor de uno de los libros sapienciales: «Entonces miré todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve…» (Ecl 2,11). No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas palabras. El Evangelio pronuncia, en cierto modo, su última palabra, en el misterio pascual de Jesucristo. Y aquí también es necesario buscar la respuesta a estos problemas tan importantes para la espiritualidad del trabajo humano. En el misterio pascual está contenida la cruz de Cristo, su obediencia hasta la muerte, que el Apóstol contrapone a aquella desobediencia, que ha pesado desde el comienzo a lo largo de la historia del hombre en la tierra (Rm 5,19). Está contenida en él también la elevación de Cristo, el cual mediante la muerte de cruz vuelve a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santo en la resurrección.

Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad.

El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor en la obra que Cristo ha venido a realizar (Jn 17,4). Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar.

Cristo, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros que buscan la paz y la justicia»; pero, al mismo tiempo, «constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin»

En el trabajo cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva», los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo, son participados por el hombre y por el mundo. A través del cansancio y jamás sin él. Esto confirma, por una parte, lo indispensable de la cruz en la espiritualidad del trabajo humano; pero, por otra parte, se descubre en esta cruz y fatiga un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.

¿No es ya este nuevo bien —fruto del trabajo humano— una pequeña parte de la «tierra nueva», en la que mora la justicia? ¿En qué relación está ese nuevo bien con la resurrección de Cristo, si es verdad que la múltiple fatiga del trabajo del hombre es una pequeña parte de la cruz de Cristo? También a esta pregunta intenta responder el Concilio, tomando las mismas fuentes de la Palabra revelada: «Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo, si se pierde a sí mismo (Lc 9,25). (Vat. II, Const. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 38). 

No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios». El cristiano que está en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, sepa el puesto que ocupa su trabajo no sólo en el progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del Evangelio”.

Y así, trabajando, es como el hombre se convierte en dominador de la materia y concreador del mundo, que le estará sometido en la medida de su trabajo; y pondrá a su servicio todas las criaturas, inferiores a él. Y así se dignifica y crece.

«El que no quiera trabajar que no coma», dice san Pablo; quien ha de comer tiene que trabajar. El deber de trabajar arranca de la misma naturaleza. «Mira, perezoso, mira la hormiga…», y mira la abeja, y aprende de ellas a trabajar, a ejercitar tus cualidades desarrollando y haciendo crecer y perfeccionando la misma creación. Que por eso naciste desnudo y con dos manos para que cubras tu desnudez con el trabajo de tus manos y te procures la comida con tu inventiva eficaz.

El trabajo será también tu baluarte, será tu defensa, contra el mundo porque te humilla, cuando la materia o el pensamiento se resisten a ser dominados y sientes que no avanzas. Te defenderá del demonio, que no ataca al hombre trabajador y ocupado en su tarea con laboriosidad. Absorbido y tenaz. Te defenderá del ataque de la carne, porque el trabajo sojuzga y amortigua las pasiones, y con él expías tu pecado y los pecados del mundo con Cristo trabajador, creando gracia con El y siendo redentor uniendo tu esfuerzo al suyo, de carpintero y de predicador entregado a la multitud y comido vorazmente por ella.

Así es cómo el trabajo cristiano, se convierte en fuente de gracia y manantial de santidad.

Pero si el hombre debe continuar creando con Dios, su trabajo debe ser entregado a la Iglesia y a la comunidad humana, llamada toda al Reino. El que trabaja, cumple un deber social. Ahora bien, si el trabajo es un deber, si el hombre debe trabajar, el hombre tiene el derecho ineludible de poder trabajar, de tener la posibilidad de ejercer el deber que le viene impuesto por la propia naturaleza, por el mismo Dios Creador, Trabajador, Redentor y Santificador. El derecho social al trabajo es consecuencia del deber del trabajo. Pío XII en la Sponsa Christi recuerda incluso a las monjas de clausura, el deber de trabajar con eficacia.

La sociedad no puede desperdiciar energías, pero la Iglesia tiene que aprovechar todas las piedras vivas, para edificar el Cuerpo de Cristo.

“Dios todopoderoso, creador del universo, que has impuesto la ley del trabajo a todos los hombres; concédenos que siguiendo los ejemplos de San José, y bajo su protección, realicemos las obras que nos encomiendas y consigamos los premios que nos prometes”.

“Todo lo que de palabra o de obra realicéis, hacedlo con toda el alma, sabiendo bien que recibiréis del Señor en recompensa la herencia” Colosenses 3,14.

Pidamos con el salmo 89: “Haz prósperas, Señor, las obras de nuestras manos”.


Oración a San José obrero

Oh glorioso Patriarca San José, humilde y justo obrero de Nazaret, que has hado a todos los cristianos, pero especialmente a nosotros, el ejemplo de una vida perfecta vivida en el trabajo constante y en la admirable unión con María y Jesús, asístenos en nuestro trabajo diario, a fin de que también nosotros, obreros católicos, podamos encontrar en él el medio eficaz de glorificar al Señor, de santificarnos y de ser útiles a la sociedad en la que vivimos, ideales supremos de todas nuestras acciones.

Alcánzanos de Nuestro Señor, ¡oh amadísimo protector nuestro!, humildad y sencillez de corazón, amor al trabajo y compasión y benevolencia hacia nuestros compañeros de labor, conformidad a la divina voluntad en las penas inevitables de esta vida y alegría para soportarlas, conciencia de nuestra misión social particular y sentido de nuestra responsabilidad, espíritu de disciplina y de oración, docilidad y respeto hacia nuestros superiores, fraternidad hacia los iguales y caridad e indulgencia con nuestros subordinados. Acompáñanos en los momentos prósperos, cuando todo nos invita a gustar honestamente de los frutos de nuestras fatigas; pero sostennos en las horas tristes, cuando parezca que el cielo se cierra sobre nosotros e incluso los instrumentos de trabajo parecen rebelarse en nuestras manos.

Haz que, a imitación tuya, siempre tengamos la mirada fija en nuestra Madre María, tu dulcísima esposa, que, en un rincón de tu modesto taller, hilaba silenciosamente, mostrando en sus labios la más suave y gentil de las sonrisas; haz también que no alejemos la mirada de Jesús, que se afanaba contigo en tu taller de capintería, a fin de que podamos llevar sobre la tierra una vida pacífica y santa, preludio de aquella otra vida eternamente feliz que nos espera en el cielo, por los siglos de los siglos. Así sea.

Oración escrita por el Papa Pío XII en 1958.

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