Buscar

Meditaciones de San Alfonso para los nueve días antes de la Navidad

San Alfonso María de Ligorio reflexiona sobre el misterio de la Encarnación y nos invita a contemplar al Niño Dios que toma la condición humana por amor a los hombres. Una Novena de Navidad para rezar con la familia.
Novena de Navidad

San Alfonso María de Ligorio

***

Meditaciones para la novena de Navidad

Meditación I – 16 de diciembre

«Yo te he establecido para que seas luz de las naciones hasta los extremos de la tierra.  (Is.  42, 6)»
Dedi te in lucem Gentium, ut sis salus mea usque ad estremum terrae.

Considera como el Eterno Padre dijo a Jesucristo en el instante de su concepción estas palabras: Hijo,  yo te he dado al mundo por luz y vida de las gentes,  a fin de que procures su salvación,  que estimo tanto como si fuese la mía.

Es necesario, pues, que te emplees todo en beneficio de los hombres. Es por lo mismo preciso que al nacer padezcas una extremada pobreza,  para que el hombre se haga rico. Es menester que seas vendido como esclavo,  para que adquieras al hombre la libertad;  y que como tal esclavo seas azotado y crucificado,  para satisfacer a mí justicia la pena debida por el hombre.

Has de dar la vida por librar al hombre de la muerte eterna.  En suma,  sabe que no eres más tuyo,  sino del hombre. De esta manera,  Hijo mío,  este se rendirá a mamarme y a ser mío, viendo que le doy sin reserva a Ti mi Unigénito,  y que nada más me resta que darle. 

Así amó Dios al mundo: que le dio su Unigénito. Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum unigenitum daret. 

¡Oh amor infinito, digno solamente de un Dios infinito,  quien de tal modo amó al mundo que dio su Unigénito!

A esta propuesta Jesús no se entristece,  sí que se complace en ella,  la acepta con amor y se regocija. Desde el primer momento de su encarnación Jesús se da también todo al hombre,  y abraza con gusto cuentos dolores e ignominias debe sufrir en la tierra por amor del mismo.  Estos fueron, dice san Bernardo,  los montes y colinas que debía atravesar con tanta presura y fatiga;  cual nos le representa la Esposa cuando dice: «Ved a mi amado,  que viene saltando por montes,  atravesando collados» (Cant. 2, 8).

Pondera aquí como el Padre Divino enviando el Hijo a ser nuestro Redentor, y poner la paz entre Dios y los hombres,  se ha obligado en cierto modo a perdonarnos y amarnos por razón del pacto que hizo de recibirnos en su gracia;  puesto que el Hijo ha de satisfacer por nosotros a la Divina Justicia. A su vez el Verbo Divino, habiendo aceptado el encargo del Padre, el que (enviándolo a redimirnos)  nos lo daba, se ha obligado a amarnos,  no ya por nuestros méritos, sí por cumplir la piadosa voluntad del Padre.

Afectos y súplicas

Amado Jesús mío,  si es verdad como dice la ley que con la donación se adquiere el dominio;  ya que vuestro Padre os ha donado a mí,  Vos sois todo mío;  por mí habéis nacido,  y bien puedo decir que sois mío,  y todas vuestras cosas son también mías. 

Mía es vuestra sangre,  míos son vuestros méritos,  mía es vuestra gracia,  mío es vuestro paraíso.  Y si Vos sois mío,  ¿quién podrá jamás separaros de mí?  Nadie puede quitarme a Dios,  decía con júbilo san Antonio Abad.  Del mismo modo yo en lo sucesivo quiero ir diciendo: Solamente por mi culpa puedo perderos y separarme de Vos.  Pero,  Jesús mío,  si en lo pasado os he dejado y os he perdido,  ahora estoy resuelto a perder la vida y todo antes que perder a Vos,  bien infinito y único amor de mi alma. 

Os doy gracias,  O Padre Eterno,  de haberme dado a vuestro Hijo;  y ya que Vos le habéis donado todo,  yo me entrego sin reserva a Vos.  Por amor de este Hijo,  aceptadme y estrechadme de manera,  que pueda decir con san Pablo: ¿Quién me separará del amor de Jesucristo? ¿Qué bienes del mundo podrán jamás apartarme de mi Salvador?  Y Vos,  Jesús,  si sois todo mío,  sabed que yo soy todo vuestro.  Disponed de mí y de todas mis cosas como os plazca;  porque ¿cómo podré negar cosa alguna a un Dios que no me ha negado la sangre ni la vida?  María,  madre mía,  custodiadme bajo vuestra protección.  No quiero ya ser más mío, quiero ser todo de mi Señor.  Pensad en hacerme fiel;  en Vos Confío.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

Meditación II – 17 de diciembre

«Sacrificio y ofrenda no quisiste,  más me apropiaste cuerpo» (Hb.  10, 5)
Hpatiam el oblationem noluisti,  corpus autem aplasti mihi.

Considera la grande amargura de que debía sentirse afligido y oprimido el corazón de Jesús en el seno de María en aquel primer instante en que el Padre le propuso la serie de trabajos, desprecios,  dolores y agonías que había de padecer en su vida, para librar a los hombres de sus miserias. 

Ya Jesús había dicho por el profeta Isaías: El Señor me levanta por la mañana, y yo no me resisto,  mi cuerpo di a los que me herían Is. 50, 4;  como si dijera:  Desde el primer momento de mi concepción, mi Padre hízome entender su voluntad de que yo llevase una vida de penas,  para ser al fin sacrificado sobre la cruz. 

Y ¡Oh almas! Todo lo acepté por vuestra salvación, y desde entonces entregué mi cuerpo a los azotes,  a los clavos y a la muerte.  Pondera aquí que cuanto padeció Jesucristo en su Pasión, todo se le puso delante, estando aún en el vientre de su Madre,  y todo lo aceptó con amor; pero al hacer esta aceptación, y al vencer la natural repugnancia de los sentidos ¡Oh Dios!  ¡qué angustias y opresión no padeció el corazón de Jesús!  Comprendió bien lo que primeramente había de sufrir,  con estar encerrado por nueve meses en aquella cárcel oscura del vientre de María; con las humillaciones y penalidades del nacimiento,  siendo el lugar de este una gruta fría que servía de establo a las bestias;  con haber de pasar después treinta años entretenido y envilecido en el taller de un artesano: al ver,  por fin, que había de ser tratado por los hombres de ignorante, de esclavo de seductor, y reo de muerte, las más infame y dolorosa que se daba a los malvados. 

Todo, pues, lo aceptó el Redentor nuestro en todos los momentos,  y en todos ellos venía a padecer reunidas en sí mismo todas las penas y abatimientos que después había de sufrir hasta la muerte.

El mismo conocimiento de su dignidad divina le hacía sentir más las injurias que estaba para recibir de los hombres,  diciéndonos por el Profeta: «Mi ignominia está todo el día delante de mí». 

Continuamente tuvo a la vista vergüenza,  especialmente aquella que debía causarle algún día verse despojado,  desnudo,  azotado y colgado de tres garfios de hierro,  terminando así su vida entre vituperios y las maldiciones de aquellos mismos por quienes moría.

Hízose obediente hasta la muerte,  y muerte de cruz. Y ¿Por qué?  Por salvar a nosotros miserables pecadores.

Afectos y súplicas

Amado Redentor mío. ¡Cuánto os costó desde que entrasteis en el mundo el levantarme de la ruina que yo me he ocasionado con mis pecados!

Pues Vos por librarme de la esclavitud del demonio,  al que yo mismo pecando me he vendido voluntariamente, habéis aceptado ser tratado como el peor de los esclavos. 

Y sabiendo yo esto,  he tenido valor de amargar tantas veces vuestro ¡amabilísimo corazón que me ha amado tanto! Mas, ya que Vos siendo inocente y mi Dios, habéis abrazado una vida y una muerte tan penosa, yo acepto, o Jesús mío, por amor vuestro todas las penas que me vendrán de vuestras manos. 

Las acepto y las abrazo, porque me vienen de aquellas manos que han sido un día traspasadas a fin de librarme de las penas del infierno tantas veces merecido.

Vuestro amor, o Redentor mío, en ofreceros a padecer tanto por mí, me obliga sobremanera a aceptar por Vos toda pena, todo desprecio.

Dadme, Señor mío, por vuestros méritos vuestro santo amor. Este me hará dulces y amables todos los dolores y todas las ignominias.

Yo os amo sobre todas las cosas, os amo con todo el corazón, os amo más que a mi mismo. Vos en toda vuestra vida disteis tan repetidas y tan grandes señales de vuestro afecto;  pero yo ingrato hasta aquí, he vivido tantos años en el mundo;  y ¿qué señal de amor os he dado? Haced, pues,  o mi Dios, que en los años que me restan de vida,  os de alguna prueba de que os amo. 

No me fio de llegarme a Vos, cuando me habréis de juzgar, sin haber hecho antes alguna cosa por amor vuestro. 

Mas ¿qué puedo hacer yo sin vuestra gracia?  Otra cosa no puedo,  sino pediros que me socorráis;  y aún ésta mi súplica es gracia vuestra. 

Jesús mío, socorredme por los méritos de vuestras penas y de la sangre que habéis derramado por mí.  

María Santísima, recomendadme a vuestro Hijo, por el amor que le tuvisteis. Mirad que yo soy una de aquellas ovejuelas por las que vuestro Hijo ha muerto.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

Meditación III – 18 de diciembre

«Ha nacido un chiquito para nosotros,  y un hijo se ha dado a nosotros» (Is. 9, 6)
Parvulus natus nobis, et Filius datus est nobos. 

Considera como después de tantos siglos,  después de tantos ruegos y suspiros,  aquel Mesías,  que no fueron dignos de ver los santos Patriarcas y Profetas,  el suspirado de las gentes,  nuestro Salvador vino por fin,  ha nacido ya y se ha dado todo a nosotros.

El Hijo de Dios se ha hecho pequeñito, para hacernos grandes: se ha dado todo a nosotros, para que nosotros nos demos todos a Él;  y ha venido a manifestarnos su amor,  para que nosotros le correspondamos con el nuestro. 

Recibámoslo, pues,  con afecto,  amémosle,  y recurramos al mismo en todas nuestras necesidades. Los niños,  dice san Bernardo, son fáciles en dar aquello que se les pide. 

Jesús ha querido venir tal,  por manifestarse propenso y fácil a darnos sus bienes,  ya que todos los tesoros están en sus manos,  y en ellas puso el Padre todas las cosas,  nos dice san Juan 3, 35.

Si queremos luz,  Él por esto ha venido para iluminarnos.
Si queremos fuerza  para resistir a los enemigos,  Jesús ha venido para confortarnos.
Si queremos el perdón y la salvación,  Él ha venido para perdonarnos y salvarnos. 
Si,  finalmente,  queremos el sumo don del amor divino,  Él ha venido para inflamarnos;  y por esto, sobre todo, se ha hecho niño,  y ha querido presentarse a nosotros pobre y humilde, para apartar de nosotros todo temor y conquistarse nuestro amor,  dice san Pedro Crisólogo: Talier venire debuit,  qui voluit timorem pellere,  quorere charitatem. 

Por otra parte, Jesús ha querido venir de chiquito,  para hacerse amar de nosotros, con amor no solo apreciativo,  sí también tierno.  Todos los niños saben ganarse un especial cariño de quién los guarda. 

¿Quién, pues, no amará con toda la ternura a un Dios viéndole hecho niñito, menesteroso de leche,  temblando de frío,  pobre,  envilecido y abandonado,  que llora,  que da vagidos en un pesebre sobre paja? Esto hacía exclamar al enamorado san Francisco: 

Amemos al Niño de Belén,  amemos al niño de Belén.  Almas venid a amar a un Dios hecho pobre,  pequeñito,  que es tan amable,  y que ha bajado del cielo para darse todo a nosotros.

Afectos y súplicas

¡Oh amable Jesús,  de mí tan despreciado!  Vos habéis bajado del cielo a rescatarnos del infierno y daros todo a nosotros;  ¿cómo, pues,  hemos podido volveros tantas veces las espaldas,  sin hacer caso de vuestros favores?

¡Oh Dios!  ¡Los hombres son tan agradecidos con las criaturas,  que si cualquiera les hace un regalo,  si les envía una visita de lejos,  si les muestra una señal de afecto,  no se olvidan de ella y se sienten obligados a corresponderles;  y al mismo tiempo son tan ingratos con Vos,  que sois su Dios tan amable,  y que por su amor no habéis reusado dar la sangre y la vida!

Más,  ¡Ay de mí!  Que he sido para con Vos peor que los demás,  porque he sido más amado y más ingrato que los otros. 

¡Ah! Si las gracias que me habéis dispensado las hubieseis hecho a un hereje o a un idólatra,  aquellos se habrían vuelto santos,  y yo os he ofendido.  ¡Ah!  No os acordéis,  Señor,  de las injurias que os he hecho.  Vos,  ya lo habéis dicho,  que cuando el pecador se arrepiente os olvidáis de todos los ultrajes recibidos:  Omnium iniquitatum ejus non recordabor,  Si por lo pasado no os he amado,  para lo sucesivo no quiero hacer otra cosa que amaros.  Vos os habéis dado todo a mí,  y yo os doy toda mi voluntad.  Con esta yo os amo,  yo os amo,  y quiero repetirlo siempre.  Así diciendo, quiero vivir y morir,  espirando el último aliento con estas dulces palabras en mi boca:  Mi Dios,  os amo,  para comenzar desde el momento que entraré en la eternidad un amor continuo hacia Vos,  que durará eternamente,  sin cesar jamás de amaros.  Entre tanto,  Señor mío,  mi único bien y amor,  propongo anteponer vuestra voluntad a todo placer mío.  Venga todo el mundo,  yo lo rechazo,  que no quiero no,  no,  dejar más de amar a quién tanto me ha amado;  no quiero disgustar más a quien merece de mí un amor infinito.  Ayudad Vos,  Jesús mío,  con vuestra gracia este mi deseo.

Reina mía,  María,  reconozco deber a vuestra intercesión todas las gracias que he recibido de Dios;  no dejes de interceder por mí.  Alcanzadme la perseverancia,  Vos que sois la madre de ella.   

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

Meditación IV – 19 de diciembre

«Mi dolor está siempre delante de mí» (Sal. 37, 18)
Dolor meus in conspectu meo Semper.

Considera como en aquel primer instante en que fue criada y unida el alma de Jesucristo a su cuerpecito en el seno de María,  el Padre Eterno intimó al Hijo su voluntad,  de que muriese por la redención del mundo;  y en aquel mismo instante le presentó delante toda la escena funesta de las penas que debía sufrir hasta la muerte,  para redimir a los hombres.  Le manifestó ya entonces todos los trabajos,  desprecios y pobrezas que había de padecer en toda su vida,  así en Belén,  como en Egipto y en Nazaret;  y después le descubrió todos los dolores y las ignominias de su pasión,  los azores,  las espinas,  los clavos y la cruz;  todos los tedios,  las tristezas,  las agonías y los abandonos en medio de los que había de concluir su vida sobre el Calvario.

Abrahán,  llevando el Hijo a la muerte,  no quiso afligirle con anticiparle el aviso de ella, por aquel poco tiempo que necesitaba para llegar al monto.  Pero el eterno Padre quiso que su Hijo encarnado, destinado por víctima de nuestros pecados a su Divina Justicia, padeciese con mucha anticipación todas las penas a que debía sujetarse en su vida y en su muerte. 

De donde fue, que aquella tristeza sufrida por Jesús en el huerto, bastante para quitarle la vida,  la padeció continuamente desde el primer momento que estuvo en el vientre de su Madre. 

Así que, desde entonces sintió vivamente y sufrió el peso reunido de todos los trabajos, dolores y vituperios que le esperaban. 

Toda la vida de nuestro Redentor, y todos sus años,  fueron vida y años de pena y de lágrimas,  diciéndonos él mismo por boca de David: «Con el dolor ha desfallecido mi vida, y mis años con los gemidos» (Sal 30, 11).

Su Divino Corazón no tuvo un momento libre de padecimientos: o velaba, o dormía, o trabajaba, o descansaba, u oraba o conversaba; siempre tenía delante de sus ojos aquella amarga representación; la cual atormentaba más su Alma Santísima, que han atormentado a los santos Mártires todas sus penas.

Estos han padecido, pero ayudados de la gracia padecían con alegría y fervor. 

Jesucristo padeció más, padeció siempre con un corazón lleno de tristeza, y todo lo acepto por amor a nosotros.   

Afectos y súplicas

¡Oh dulce, oh amable, oh amante corazón de Jesús!
¿Luego ya desde Niño estuvisteis lleno de amargura,  y agonizasteis en el seno de María,  sin consuelo y sin quien os mirase,  o al menos se compadeciese de Vos?  Todo esto lo sufristeis,  o Jesús mío,  a fin de satisfacer por la pena y agonía eterna que a mi tocaba padecer por mis pecados.
 

Vos,  pues,  padecisteis falto de todo alivio porque me salvase yo,  que he tenido el atrevimiento de abandonar a Dios y volverle las espaldas.  Os doy gracias ¡Oh Corazón afligido y enamorado de mi Señor!  Os doy gracias,  y os compadezco especialmente de ver que tanto padecisteis por los hombres,  y estos tan poco os compadecen.

¡Oh Amor Divino! ¡Oh ingratitud humana!  ¡Oh hombres,  hombres! Mirad a este pequeño corderito inocente,  angustiado por vosotros,  para satisfacer a la Justicia Divina las injurias que le habéis hecho.

Atended como Él está rogando e intercediendo por vosotros cerca del Eterno Padre: miradle y amadle.

¡Ah! Mi Redentor! ¡Cuán pocos son los que piensan en vuestros dolores y en vuestro amor!  ¡Oh Dios! ¡Cuán pocos son los que os aman! Pero ¡miserable de mí!  Que también he vivido por tantos años olvidado de Vos!  Habéis padecido tanto para que os amase, ¡y nada os he amado!  Perdonadme Jesús mío,  perdonarme,  que ya quiero enmendarme y quiero amaros. 

¡Pobre de mí, si resisto por más tiempo a vuestra gracia y me condeno! Todas las misericordias de que habéis usado conmigo,  y especialmente vuestra dulce voz que ahora me llama a maros,  serán mis mayores penas en el infierno.

Amado Jesús, tened piedad de mí, no permitáis que viva más  ingrato a vuestro amor; dadme luz,  dadme fuerza de vencerlo todo, para cumplir vuestra voluntad. 

Escuchadme os ruego, por los méritos de vuestra Pasión. En esta yo todo lo confío, y en vuestra intercesión.

¡Oh María, madre mía amada! Socorredme. Vos sois aquella,  que habéis alcanzado todas las gracias que yo he recibido de Dios. 

Os doy gracias, pero si Vos no continúas en socorrerme,  yo seguiré en ser infiel como lo he sido hasta aquí…
    
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

 

Meditación V – 20 de diciembre

«Se ofreció,  porque el mismo lo quiso» (Is. 53, 7)
Oblatus est,  quia ipse voluit

El Verbo divino, en el primer instante que se vió hecho hombre y niño en el vientre de María, todo se ofreció por sí mismo a las penas y a la muerte por el rescate del mundo.

Sabía que todos los sacrificios de los machos de cabrío,  y de los toros ofrecidos anteriormente a Dios,  no habían podido satisfacer por las culpas de los hombres; sí que se necesitaba una persona Divina que pagase por estos el precio de su redención. 

Por lo que dijo Jesús al entrar en el mundo aquellas palabras que san Pablo pone en su boca:  Padre mío,  todas las víctimas ofrecidas a Vos hasta aquí, no han bastado, ni podían bastar a satisfacer vuestra justicia:  me habéis dado un cuerpo pasible, para que con la efusión de mi sangre os aplaque,  y salve a los hombres;  heme pronto,  todo lo acepto,  y en todo me someto a vuestro querer.  Repugnaba este sacrificio la parte inferior de Jesús,  que como hombre naturalmente reusaba aquella vida y aquella muerte tan llena de penas y de oprobios;  pero venció la parte superior de la razón,  que estaba toda subordinada a la voluntad del Padre, y todo lo aceptó;  comenzando Jesús a padecer desde aquel punto cuantas angustias y dolores debía sufrir en los años de su vida. 

Así se condujo nuestro Redentor desde el primer momento de su entrada en el mundo.

Más ¡Oh Dios! ¿Cómo nos hemos portado nosotros con Jesús,  desde que comenzamos a conocer con la luz de la fe los sagrados misterios de su redención? ¿Qué pensamientos,  qué designios,  que bienes hemos amado?  Placeres,  pasatiempos,  soberbias,  venganzas,  sensualidad…

He aquí los bienes que han aprisionado los afectos de nuestro corazón.  Pero si tenemos fe es necesario ya mudar de vida y amor.

Amemos a un Dios que tanto ha padecido por nosotros.  Pongámonos delante las penas del corazón de Jesús sufridas desde niño por nosotros;  y de esta manera no podremos amar otro que este corazón,  el cual tanto nos ha amado.

Afectos y súplicas

Señor mío,  ¿queréis saber de mí cómo me he portado con Vos en mi vida?

Desde que comencé a tener uso de razón,  comencé también a despreciar vuestra gracia y vuestro amor.  Vos mejor lo sabéis que yo;  pero me habéis sufrido porque aún me queréis bien.  Huía de Vos,  y os habéis acercado llamándome. 

Aquel mismo amor que os hizo bajar del cielo para venir a buscar la oveja perdida,  ha hecho que me sufrieseis tanto,  y no me abandonaseis.

Jesús mío,  ahora Vos me buscáis,  y yo os busco también.  Siento ya que vuestra gracia me asiste;  me asiste con el dolor de mis pecados,  que aborrezco sobre todo mal;  me asiste con el grande deseo que tengo de amaros y daros gusto.

Si,  mi Señor,  os quiero amar y complacer cuanto pueda.  Por una parte, me da verdadero temor mi fragilidad y debilidad,  contraída por causa de mis pecados;  pero por otra,  es más grande la confianza que me da vuestra gracia,  haciéndome esperar en vuestros méritos,  y dándome grande ánimo para decir: Todo lo puedo en quién me conforta. 

Si soy débil,  Vos me daréis fuerza contra los enemigos; si estoy enfermo, espero que vuestra sangre será mi medicina: si soy pecador,  confío que Vos me haréis santo.   

Conozco que por lo pasado soy culpable de ruina,  porque en los peligros he dejado de recurrir a Vos.  De hoy en adelante,  Jesús mío y esperanza mía,  a Vos quiero siempre recurrir;  y de Vos espero toda ayuda,  todo bien.  Yo os amo sobre todas las cosas,  ni quiero amar a otro que a Vos.  Ayudadme por piedad,  por el mérito de tantas penas que desde niño habéis sufrido por mí.

¡Eterno Padre!  Por amor de Jesucristo aceptad que yo os ame. Si yo os he enojado,  aplacaos con las lágrimas de Jesús niño, que os ruega por mí:

Respice in faciem Christi tui.  Yo no merezco gracias, pero las merece este Hijo inocente,  que os ofrece una vida de penas,  a fin de que Vos uséis conmigo de misericordia. 

Y Vos, madre de misericordia, María, no dejéis de interceder por mí. Sabéis cuánto confío en Vos, y yo sé bien que no abandonáis a quien a Vos recurre. 

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

Meditación VI – 21 de diciembre

«He venido a ser como hombre sin socorro,  libre entre los muertos» (Sal. 87, 5)
Factus sum sicut sine adjutorio,  inter mortuos liber. 

Considera la vida penosa que tuvo Jesucristo en el seno de su madre,  por la prisión tan larga,   estrecha y oscura que allí padeció por nueve meses.  Es verdad que los otros niños están en el mismo estado;  más ellos no sienten las incomodidades,  porque nos las conocen. 

Pero Jesús las conocía bien,  porque desde el primer instante de su vida tuvo perfecto uso de razón.  Tiene sentidos,  y no podía servirse de ellos;  tenía ojos,  y no podía ver,  tenía lengua y no podía hablar;  manos,  y no las podía extender;  pies,  y no podía andar;  así que por nueve meses hubo de estar encerrado como en un sepulcro.  He venido a ser,  nos dice él mismo David,  como hombre sin socorro,  libre entre los muertos.  El era libre,  porque voluntariamente se había hecho prisionero de amor en aquella cárcel;  pero el amor le privaba el uso de la libertad,  y allí le tenía estrechado con cadenas que no le permitían moverse. 

¡Oh grande paciencia del Salvador! Exclama san Ambrosio,  pensando en las penas de Jesucristo mientras estaba en el seno de María.  Fue para el Redentor el vientre de María cárcel voluntaria,  porque fue prisión de amor;  más por otra parte no fue injusta.

Era a la verdad inocente,  pero se había ya ofrecido a pagar nuestras deudas,  y a satisfacer por nuestros delitos.  Con razón,  pues,  la divina justicia lo tiene de tal manera encarcelada, comenzando con esta pena a exigir del mismo la merecida satisfacción.

Mira a que se reduce un Hijo de Dios por amor de los hombres;  se priva de su libertad,  y se pone en cadenas,  para librarnos de las del infierno. 

Mucho,  pues,  merece ser reconocida con gratitud y con amor la gracia de nuestro libertador y fiador,  quien,  no por obligación sí solo por afecto se ha ofrecido a pagar,  y ha pagado por nosotros los débitos y las penas,  dando por ellas su vida divina. 

No olvides,  dice el Eclesiástico,  el favor del que te salió por fiador,  porque puso su alma por ti Eccli. 29, 15.

Afectos y súplicas

Si,  Jesús mío,  tiene razón el escritor sagrado de advertirme que no me olvide de la inmensa gracia que Vos me habéis querido satisfacer por mis pecados con vuestras penas y con vuestra muerte. 

Mas,  después de esto,  yo me he olvidado de tan grande gracia y de vuestro amor:  he tenido atrevimiento de volveros las espaldas,  como si no fueses mi Señor,  y aquel Señor que tanto me ha amado.  Pero si hasta aquí me he olvidado,  no quiero,  Redentor mío,  olvidarme más.  Vuestras penas y vuestra muerte serán mi continuo pensamiento;  y estas me recordarán siempre el amor que me habéis tenido.  Maldigo aquellos días en los cuales,  olvidado yo de lo que padecisteis por mí,  abusé tan malamente de mi libertad. 

Vos me la habíais dado para amaros,  y me serví de ella para despreciaros. 

Pero hoy la consagro a Vos.  Libradme,  pues,  Señor mío,  de la desgracia de verme separado otra vez de Vos,  y hecho de nuevo esclavo de Lucifer.  Ea,  encadenad a vuestros pies esta mi pobre alma con vuestro santo amor,  a fin de que no se separe jamás de Vos. 

Padre Eterno,  por la prisión de Jesús en el vientre de María,  libradme de las cadenas del pecado y del infierno.

Y Vos,  Madre de Dios,  socorredme.  Vos tenéis dentro de vuestro seno aprisionado y estrechado con Vos al Hijo de Dios.  Ya,  pues,  que Jesús es vuestro prisionero,  él hará cuanto le digáis.  Decidle que me perdone;  decidle que me haga santo.  Ayudadme,  Madre mía,  por aquella gracia y honor que os hizo Jesucristo de habitar por nueve meses en vuestro interior. 

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

Meditación VII – 22 de diciembre

«A lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron» (Jn. 1, 11)
In propia venit,  et sui eum non recepetunt.

En estos días del santo nacimiento,  andaba lamentando y suspirando san Francisco de Asis por las sendas y selvas,  con gemidos inconsolables. 

Preguntado por la causa de esto,  respondió:  ¿Y cómo queréis que yo no gima,  cuando veo que el amor no es amado?  Veo a un Dios casi fuera de sí por amor del hombre,  y al hombre tan ingrato a este Dios.

Pues si esta ingratitud tanto afligía el corazón de san Francisco consideremos cuánto más afligió el corazón de Jesucristo.  Apenas concebido en el vientre de María,  vio la cruel correspondencia que debía recibir de los hombres.  Había venido del cielo a encender el fuego del divino amor,  y este solo deseo le había hecho descender a la tierra,  a sufrir un abismo de penas y de ignominias;  y después se le presentaba otro abismo de pecados,  que habían de cometer los hombres,  habiendo visto tantas señales de su amor. 

Esto fue,  dice san Bernardino de Sena,  lo que le hizo padecer un infinito dolor.  Aun entre nosotros,  el verse tratado alguno con ingratitud por otro hombre,  es un dolor insufrible;  pues,  como reflexiona el beato Simón de casia,  la ingratitud frecuentemente aflige el alma,  mas que cualquier otro dolor al cuerpo. 

Luego ¿qué dolor ocasionaría a Jesús nuestra ingratitud, al ver que,  siendo Dios,  su amor y sus beneficios habían de ser pagados con disgustos e injurias? 

Por esto nos dice: «Pusieron contra mí males por bienes,  y odio por amor» (Sal. 109, 5).

Más, aún hoy día parece que vaya lamentándose Jesucristo con aquellas palabras del mismo Profeta: «He sido hecho extraño a mis hermanos» (Sal. 69, 9 ),  cuando ve que de muchos no es ni amado, ni conocido,  como si no les hubiese hecho bien alguno, ni nada hubiera padecido por su amor. 

¡Oh Dios! ¿qué caso hacen al presente tantos cristianos del amor de Jesucristo?  Apareció este Redentor una vez al beato Enrique Suson en forma de un peregrino que andaba mendigando de puerta en puerta un poco de alojamiento,  pero todos le desechaban con injurias y groserías. 

¡Cuántos ¡ah!  Se hallan semejantes a aquellos de quienes habla Job, los cuales decían a Dios: «Apártate de nosotros»,  siendo así que él había llenado sus casas de bienes!  (Job.  22, 17). 

Nosotros,  aunque hasta aquí nos hayamos unido a estos ingratos,  ¿querremos seguir en ser siempre tales?  No,  que no se merece esto aquel amable Niño que ha venido del cielo a padecer y morir por nosotros,  para hacerse amar de nosotros.

Afectos y súplicas

Luego será verdad,  o Jesús mío,  que Vos habéis bajado del cielo para haceros amar de mí,  habéis venido a abrazarnos con una vida de penas y una muerte de cruz por amor mío,  y para que os diese acogida en mi corazón;  y yo tantas veces he tenido valor de desecharos diciendo:  ¡Apartaos de mí,  Señor,  que no os quiero!  ¡Oh Dios!  si Vos no fueseis bondad infinita,  y si no hubieses dado la vida por perdonarme,  no tendría ánimo de pediros perdón;  pero oigo que Vos mismo me ofrecéis la paz: «Volveos a mí,  y yo me volveré a vosotros»  decís por Zacarías.  Vos mismo,  Jesús mío,  que habéis sido ofendido por mí,  os hacéis mi intercesor,  como nos lo asegura vuestro discípulo amado: «El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn 2, 2).

No quiero,  pues,  haceros este nuevo agravio,  de desconfiar de vuestra misericordia.  Yo me arrepiento con toda el alma de haberos despreciado. 

¡Oh sumo bien!  Recibidme en vuestra gracia por aquella sangre que habéis derramado por mí.  No soy digno de ser llamado hijo vuestro.  No,  que no soy digno,  mi Redentor y Padre,  de ser más hijo vuestro,  habiendo renunciado tantas veces a vuestro amor;  pero Vos me hacéis digno con vuestros méritos. 

Os doy gracias,  Padre mío,  y os amo. 

¡Ah!  El solo pensamiento de la paciencia con que me habéis sufrido por tantos años,  y de las gracias que me habéis dispensado después de tantas injurias que os he hecho,  debiera hacerme vivir siempre ardiendo en vuestro amor. 

Venid,  pues,  Jesús mío,  que yo no quiero desecharos más: venid a habitar en mi pobre corazón.  Yo os amo,  y quiero siempre amaros;  pero Vos inflamadme siempre más,  recordándome el amor que me habéis tenido.

Reina y madre mía,  María,  ayudadme,  rogad a Jesús por mí,  hacedme vivir agradecido en lo que resta de vida a este Dios que tanto me ha amado,  aunque después tanto le he ofendido.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

Meditación VIII – 23 de diciembre

«Se manifestó a todos los hombres la gracia de Dios Salvador nuestro,  enseñándonos que vivamos en este siglo piamente,  aguardando la esperanza bienaventurada,  y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tito 2, 11)
Apparuit gratia Deu Salvatoris nostri ómnibus hominisbus,  erudiens nos ut…pie vivamus in hoc seculo,  expectantes beatam spem,  et adventum glorias magni Deu,  et Salvatoris nostri Jesu Christi.

Considera que por la gracia que aquí se dice manifestada se entiende el entrañado amor de Jesucristo hacia los hombres,  amor nunca merecido por nosotros,  y por esto se llama gracia. 

Este amor por otra parte fue siempre el mismo en Dios,  pero no siempre se mostró del mismo modo.  Primeramente fue prometido en tantas profecías,  y encubierto bajo el velo de tantas figuras. 

Más en el nacimiento del Redentor se dejó ver a las claras este amor divino,  apareciendo a los hombres el Verbo eterno,  niño, recostado sobre el heno,  que gemía y temblaba de frío,  comenzando ya de esta manera a satisfacer por nosotros las penas que merecíamos,  y dando así mismo a conocer el afecto que nos tenía,  con dar por nosotros la vida. 

Porque,  como dice san Juan: «En esto hemos conocido la caridad de Dios,  en que puso él su vida por nosotros» (1 Jn 3, 16). Se manifestó, pues, el amor de Dios,  y se manifestó a todos, ómnibus hominibus.  Pero ¿por qué después no le han conocido todos,  y todavía hay tantos que no le conocen?  El mismo Jesucristo da la razón: «Porque los hombres amaron más la tinieblas que la luz» (Jn. 3, 19).  No le han conocido ni conocen,  porque no quieren,  estimando en más las tinieblas del pecado,  que la luz de la gracia. 

Procuremos no ser del número de estos infelices.  Si hasta aquí hemos cerrado los ojos a la luz,  pensando poco en el amor de Jesucristo,  procuremos en los días que nos restan de vida tener siempre delante la vista las penas y la muerte de nuestro Redentor,  para amar a quién tanto nos ha amado,  «aguardando entre tanto la esperanza bienaventurada y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo».

Así podremos confiar fundadamente, según las divinas promesas, en aquel paraíso que Jesucristo nos ha adquirido con su sangre. En esta primera venida, viene Jesús niño, pobre y envilecido,  y dejase ver nacido en un establo, cubierto de pobres mantillas, y reclinando sobre el heno;  pero en la segunda venida vendrá de juez sobre un trono de majestad. ¡Dichoso en aquella hora el que le habrá amado, y miserable el que no le haya amado!

Afectos y súplicas

¡Oh mi santo Niño!  Ahora os veo sobre esa paja,  pobre,  afligido y abandonado;  más sé que un día habéis de venir a juzgarme en un solio de resplandores,  y cortejado por los ángeles.  ¡Ah!  Perdonadme,  antes que me hayáis de juzgar.  Entonces deberéis portaros como Dios de justicia,  pero ahora sois para mí Redentor y Padre de misericordia. 

Yo ingrato,  he sido uno de aquellos que no os han conocido,  porque no han querido conoceros;  y por esto en vez de pensar en amaros,  considerando el amor que me habéis tenido,  no he pensado sino en satisfacer mis apetitos,  despreciando vuestra gracia y vuestro amor.   Esta mi alma,  que he perdido,  ahora la consigno en vuestras santas manos. 

Salvadla,  Señor:  In manus tuas commendo spiritum meum. «En tus manos mi espíritu encomiendo, tú, Yahveh, me rescatas. Dios de verdad» (Sal. 31, 6).

En Vos pongo,  deposito todas mis esperanzas,  sabiendo que habéis dado la sangre y la vida por mí, para rescatarme del infierno: Redemisti me, Domine,  Deus veritatis.  Vos no habéis permitido que yo muriese cuando estaba en pecado, y me habéis esperado con tanta paciencia,  para que yo,  reconocido,  me arrepienta de haberos ofendido,  y comience a amaros; y así podáis después perdonarme y salvarme. Sí,  Jesús mío, pues perdonarme y salvarme.

 Sí, Jesús mío, quiero complaceros: yo me arrepiento sobre todo mal de cuantos disgustos os he causado: me arrepiento,  y os amo sobre todas las cosas. Salvadme por vuestra misericordia; y mi salvación sea amaros siempre en esta vida y en la eternidad. 

Amada madre mía,  María,  recomendadme a vuestro Hijo. Hacedle presente que yo soy siervo vuestro, y que en Vos he puesto mi esperanza. Él os oye, y nada os niega.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

Meditación IX – 24 de diciembre

«Subió también José,  para empadronarse con su esposa María,  que estaba en cinta» (Lc.  2,  4)
Asendit autem el Joseph,  ut profiteretur cum Maria desponsata sibi,  uxore proegnante. 

Había ya decretado Dios que su Hijo naciese no en la casa de José,   sí en una gruta y establo de bestias,  del modo más pobre y más penoso que puede nacer un niño;  y para esto dispuso que César Augusto publicase un edicto,  mandando que cada uno fuese a empadronarse en la propia ciudad,  de la que traía su origen. 

José cuando tuvo noticia de esta orden se puso en agitación,  pensando si debía dejar,  o llevar consigo la Virgen Madre,  que estaba próxima al parto. 

«Esposa y Señora mía, la dice; por una parte, yo no quisiera dejaros sola;  por otra,  si os llevo me aflige la pena de que Vos habéis de padecer mucho en este viaje tan largo,  y hecho en un tiempo tan rígido: mi pobreza no me permite llevaros con aquella comodidad que a Vos es debida».

Más responde María, y le da ánimo, diciéndole: «José mío,  no temas,  yo iré contigo,  el Señor nos asistirá». 

Sabía bien ésta Señora, por inspiración divina, y también porque estaba bien penetrada de la profecía de Miqueas, que en Belén había de nacer el Divino Infante. Por lo que,  toma las fajas y los otros pobres paños preparados ya, y marcha con José: Asendit autem Joseph, ut profietur cum Maria. 

Vamos aquí considerando los devotos y santos discursos que en este viaje deberían tener los dos santos Esposos acerca de la misericordia,  de la bondad y del amor del Verbo Divino,  que dentro de poco había de nacer y aparecer sobre la tierra,  para la salvación de los hombres.

Consideremos aquí también las alabanzas,  las bendiciones y acciones de gracias,  los actos de humildad y de amor en que se ejercitarían por el camino estos dos grandes viajeros. 

Mucho ciertamente padecía aquella santa doncellita vecina al parto,  caminando largas distancias por sendas extraviadas,  y en la estación del invierno;  pero padecía con paz,  y con amor;  ofrecía todas aquellas penas a Dios,  uniéndolas con las de Jesús,  que llevaba en su seno.

¡Ah! Unámonos también nosotros, y acompañemos al Rey del cielo con María y José: a este Rey,  que va a nacer en una cueva, y hacer su primera entrada en el mundo,  de niño, pero niño el más pobre y abandonado que jamás ha nacido entre los hombres,  y pidamos a Jesús, María y José,  que por el mérito de las penas padecidas en este viaje nos acompañen en el que estamos haciendo a la eternidad.

¡Oh! Dichosos nosotros, si nos acompañásemos y fuésemos siempre acompañados de estos tres grandes personajes!

Afectos y súplicas

Mi amado Redentor,  yo sé que en este viaje a Belén os acompañan a escuadrones los ángeles del cielo;  pero de los que habitan en la tierra ¿quién os acompaña?  Solo lleváis con Vos a José y a María, que os trae dentro de sí. 

No rehúses,  pues,  Jesús mío,  que os acompañe también yo miserable e ingrato como he sido;  más ahora reconozco el agravio que os he hecho. 

¡Ah! Sí, Vos habéis bajado del cielo para salvarme,  para ser mi compañero sobre la tierra,  y yo tantas veces os he dejado,  ofendiéndoos ingratamente. 

Cuando pienso,  o mi Señor,  las muchas veces que por mis gustos malditos me he separado de Vos renunciando a vuestra amistad,  quisiera morirme de dolor;  pero habéis venido para perdonarme

Ea, pues, perdonadme pronto, que ya me arrepiento con toda el alma de haberos tantas veces vuelto las espaldas y abandonado. 

Propongo y espero con vuestra gracia no dejaros más, y no separarme de Vos,  único amor mío.

Mi alma se ha enamorado de Vos, o mi amable Dios niño. Os amo, mi dulce Salvador; y ya me habéis venido a la tierra a salvarme, y a dispensarme vuestras gracias,  estas solo os pido;  no permitáis que tenga que separarme más de Vos. Unidme, estrechamente a Vos, encadenándome con los dulces lazos de vuestro santo amor.

¡Ah mi Redentor y Dios! ¿y quién tendrá más corazón de dejaros,  y de vivir sin Vos,  privado de vuestra gracia?

Santísima María,  yo vengo para acompañaros en éste viaje;  y Vos no dejéis de asistirme,  madre mío,  en el viaje que hago a la eternidad.

Asistidme siempre, pero especialmente cuando me hallaré al fin de mi vida,  próximo a aquel m omento del que depende, o estar siempre con Vos,  para ver a Jesús en el Paraíso, o estar siempre lejos de Vos, para aborrecer a Jesús en el infierno.

Reina mía, salvadme con vuestra intercesión, y mi salud sea amar a Vos y amar a Jesús por siempre, en el tiempo y en la eternidad. 

Vos sois mi esperanza; de Vos todo lo confío.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.


Publicado originalmente en: Servicio Católico Hispano

Facebook
Twitter
WhatsApp
Telegram
Email

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Carrito de compra

¡No dejes al padre hablando sólo!

Homilía diaria.
Podcast.
Artículos de formación.
Cursos y aulas en vivo.

En tu Whatsapp, todos los días.

×