El cielo es sin duda el tema más importante de todos… y, paradójicamente, del que menos se habla, incluso en la predicación de la Iglesia. Pocas veces se aborda con entusiasmo en homilías o catequesis, lo cual es muy lamentable, ya que el cielo es:
La falta de predicación sobre el cielo contribuye a que nuestras almas se apeguen más fácilmente a las cosas de la tierra y se olviden de las eternas.
Los santos tenían el corazón puesto en las realidades eternas. San Pablo lo resume maravillosamente cuando dice:
“Nuestra conversación está en los cielos” (Fil 3,20)
El deseo de la patria celestial era para ellos el mayor estímulo en la vida espiritual. Y debería serlo también para nosotros.
En esta sesión teológica sobre el cielo, comenzaremos aclarando primero qué no es el cielo, para luego hablar de lo que sí es. Nuestra intención será señalar, desde una verdadera doctrina católica, las cualidades de esta realidad sobrenatural.
Cuando hablamos del cielo en el lenguaje de la fe, no nos referimos:
Ambos pueden elevarnos a pensar en lo divino, pero no son la morada de Dios ni la patria definitiva de los bienaventurados.
Etimológicamente, la palabra “cielo” viene del griego koilon, que significa “cóncavo” o “vacío”. Originalmente designaba esa “bóveda celeste” visible que rodea el globo terráqueo.
Lo que vemos como el color azul del cielo se debe a la dispersión de los rayos de luz solar. Sin embargo:
Aunque no es el cielo de la fe, este cielo natural tiene un gran valor simbólico. En la mirada de los sencillos, el cielo atmosférico sugiere altura, pureza, eternidad —y por eso, naturalmente, se asocia con el lugar donde mora Dios.
Una intuición valiosa, aunque profundamente simbólica.
El cielo astronómico es todavía más impresionante. Con sus galaxias, estrellas y planetas, su belleza es deslumbrante y su extensión inconcebible.
Algunas cifras para darnos una idea:
Contemplar el firmamento nocturno puede conmovernos profundamente e inspirarnos a elevar el corazón al Creador, como lo expresó Fray Luis de León en su poema Noche Serena:
“Morada de grandeza, templo de claridad y hermosura,
el alma que a tu alteza nació… ¿qué desventura la tiene en esta cárcel baja y oscura?”
Sin embargo, todos estos cuerpos celestes no son el cielo del que habla nuestra fe.
El cielo astronómico tampoco es la morada definitiva que prometió el Señor. El salmo 18 dice:
“Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos”.
¡Pero ni siquiera este cielo impresionante es la mansión de los bienaventurados!
El cielo del que habla la fe es:
Es un estado del alma que trasciende todo lo material, incluso el firmamento.
Es preocupante que se hable tan poco del cielo en la predicación actual. A menudo se predica sobre cómo ser buenos en esta vida, o cómo ser útiles en la sociedad. Se promueve una fe horizontal.
Y sin embargo… no se predica el cielo. No se habla del premio eterno. No se incentiva a los fieles a esperar y desear ver a Dios.
La escatología debe devolver a la fe su dimensión vertical y eterna. Porque estamos llamados a vivir en esta vida con la mirada en la vida futura.