Dios tiene un plan para toda la creación. La historia humana no es un conjunto de eventos sin dirección, sino que está orientada hacia la manifestación plena del Reino de Dios. En la plenitud de los tiempos, Dios envió a Jesucristo para llevar a cabo este propósito y, al final de todo, se dará la consumación total cuando Cristo entregue el Reino al Padre.
La Iglesia es una presencia velada del Reino de Dios en la Tierra, pero la consumación final llegará con la instauración de la Jerusalén celestial, donde Dios vivirá en medio de los hombres.
La existencia del alma es una verdad evidente a través de la razón. No la percibimos con los sentidos como un objeto físico, pero es una realidad intelectual innegable. El simple hecho de que pensemos en ideas universales como “justicia” o “libertad” demuestra que hay en nosotros un principio inmaterial: el alma.
El alma es una sustancia, no un mero accidente o propiedad del cuerpo. Se distingue de los accidentes (como el color de un objeto) porque tiene existencia propia y no depende de otra sustancia para ser.
El alma es simple y no tiene partes. Las potencias del alma (vegetativa, sensitiva e intelectual) no significan que haya múltiples almas en una persona, sino que todas las operaciones provienen de un mismo principio unitario.
La inmortalidad del alma, además de ser probada filosóficamente, es un dogma de fe definido infaliblemente por la Iglesia.
Existen tres tipos principales de duración:
Las almas que han alcanzado la bienaventuranza en el cielo participan de la eternidad de Dios, aunque no en su plenitud infinita. En cambio, las almas en el infierno experimentan un dolor interminable, sin la gracia de la eternidad participada.