Jesús, como sacerdote, víctima y oferente, durante su vida apostólica, buscaba la glorificación del Padre y que se haga su voluntad; por eso, hace oración, para mostrarnos a dónde debe estar
dirigida nuestra mirada y nuestra finalidad en la faz de la tierra: amar, conocer y servir a Dios.
Cristo nos une al Padre con su oración. Debido a nuestra condición de pueblo sacerdotal, estamos destinados a orar; y como fruto de la oración, nace la predicación, como consecuencia de la oración bien hecha.
Una humildad profunda, debe hacernos reconocer nuestras faltas ante el Padre, al igual que el buen ladrón, quien reconoció su pecado, pidió perdón y de inmediato, hizo oración.
La oración robustece esa relación que fue fundada en el bautismo: la filiación y unión con la Santísima Trinidad. Nuestra unión con Dios fortalece el ejercicio de las virtudes y, por último, la meta anhelada, nuestra pretensión de hacernos santos.
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